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Edición 53

Escribir el silencio: Taller de Poesí­a de la Universidad de los Andes



Escribir el silencio

 

Los martes en la tarde, durante todo el semestre, tuve la responsabilidad de dictar el Taller de Poesí­a de la Universidad de los Andes. Estos poemas fueron escritos por los estudiantes del taller. Se suele pensar, y es el peligro de este tipo de ejercicios, que los talleres uniforman la escritura de los estudiantes de acuerdo a los prejuicios del profesor, que aquellas búsquedas, personales y auténticas, espontaneas, son reemplazadas por la confección de unos proyectos sin alma, ajenos desde un principio a la aventura innegociable de la poesí­a. Pero esto no es cierto todas las veces. O al menos no lo fue así­ en este taller. Si es innegable que cada poema se escribe a través del ADN de una época, y en este caso desde los giros du un idioma común, lo que encontramos en estos 15 poemas es el inicio de unas búsquedas decididamente personales. Decí­a Auden que en tiempos de uniformidad era la poesí­a una defensa de Babel, pues en cada poema sobreviví­a la lengua de un paí­s y de una ciudad distinta, de una familia o de una pequeña aldea, incluso las voces de un individuo irrepetible. Esta selección es una demostración de esta diversidad, y una escritura que en cada caso seguramente irá creciendo a través del trabajo y de los dí­as. No puede sino expresarles a estos jóvenes escritores mi gratitud y mi alegrí­a. Cada poema habla del intento de una mirada que a través de la memoria o los objetos, la lectura o las imágenes, ha comenzado a escribir en los silencios del mundo.

 

                                                  Santiago Espinosa

 

 

 

 

Mi primer recuerdo

 

El agua pasaba

sin descanso,

se hundí­a en el hoyo.

Mi mente reciente la buscaba,

descubrí­a algo cercano a la infinitud:

un sifón.

¿A dónde iba?

¿Pararí­a?

Las mismas preguntas que veinticuatro años después siguen aquí­.

No para.

Va a la eternidad Ángelita.

 

                                                  Ángela Rodríguez

 

 

 

 

Palabras no dichas en una habitación

 

Así­ crecemos

rotas desde que recordamos

Y mira cómo vivimos

En un pequeño cuarto

lleno de inseguridades

Y lloramos por las noches

cada una en su cama

con las palabras atoradas

mientras tu no me miras

escucho lo que dices a otra persona

pero querí­a que me lo dijeras a mí­

y no entiendo la vida.

¿quién llena nuestros corazones de tristeza?

¿de vací­o?

Es el

con sus miradas

no sabe lo que dice

lo que produce

es una persona a mis 8 años

que me duele

pero no recuerdo sus palabras

Somos nosotras a los 15

los 17

con nuestros corazones atrofiados por el desuso

y nuestras mentes débiles

porque realmente nunca sufrimos

Crees que ese sentimiento es tuyo

yo también lo creí­a

pero te escucho

lo que dices a otra persona

pero querí­a que me lo dijeras a mi

y miro a otras más

tan iguales

creyéndonos tan únicas

solas

en un mar de personas

con corazones incompletos.

 

                                                  Anny Alcalá

 

 

 

 

Apacible

 

El silencio del viento ondea delicado en la rama, que se impregna, se estremece y calla. Estoy matizado de silencio y mi oí­do se recrea en él. El árbol es un gigante apacible, su voz diluida en el batir de una hoja que dice sosegado, sosegado. Su vida lo asciende en espiral, susurra sus décadas, su siglo. Para él solo existe el viento. En el silencio olvido, contemplo el gigante. El tiempo es un dinosaurio roto.

 

                                                  Jair Lemuel

 

 

 

 

 

Tim Hortons’s chicken noodle

 

Un poema me quemaba las entrañas y no comí­a nada

para no apagarlo

solo chicken noodle soup

 

Hasta que un dí­a vomité el chicken

vomité los noodles

y vomité un chorro de sangre

que me hizo comprender

que mi poesí­a estaba del lado equivocado

del continente

 

                                                 Lucí­a Patiño

 

 

 

 

Álbum de fotos

 

Cuando era pequeño me dormí­a en la sala de la casa y mi padre, para no despertarme, me cargaba hasta llegar al cuarto. Una madrugada corrí­ hacia sus sábanas y llorando les  pregunté cuándo se iban a morir. En medio del sueño no prestaron atención a la pregunta y bajo el abrigo de mi madre volví­ a quedar dormido. A los siete pensaba que mi padre, por ser el mayor, iba a morir primero. Me invadió la nostalgia, la ansiedad y el miedo de no volver a ver su rostro, sus ojos negros y su sonrisa cada vez que llegaba en la tarde, después del trabajo, a abrazarme. En ese momento no pensaba en mi muerte, sino en la de los otros. A los nueve vi a mi primer muerto. En el velorio, por curiosidad, me acerqué al féretro y vi al amigo de mi abuelo, con el que un par de tardes hablé y jugué, pálido, sin ganas de sonreí­r. A los diez, cuando mi abuelo murió, me gustaba caminar por el cementerio del pueblo y buscar, como a escondidas, las tumbas que tuvieran alguno de mis dos nombres. Ahora que vuelvo a ver el álbum de fotos de mi infancia pienso en todas las muertes que he olvidado y que han construido mi pasado y mi presente. Son vidas que cargo sobre mis hombros y son recuerdos que voy tejiendo desde antes de mi nacimiento.

 

                                                 Andrés Felipe Posso 

 

 

 

 

Leyes de equidistancias

 

Tu bici junto a la mí­a,

 

no se dan cuenta del incómodo

silencio

 

no sienten el espacio

vací­o

 

entre sus barras de metal

 

pero son las únicas espectadoras de la peligrosa proximidad.

 

 

Cuando tu mano roce sin saber el espacio que ocupará la mí­a

el metal quedará más frí­o,

los pedales temblaran un poco,

se oxidarán ligeramente las cadenas

 

Pero nadie notará el encuentro

 

 

Suspendido

en el aire,

 

 

ni siquiera mi mano al encontrarse con la tuya en ese espacio-tiempo alternos…

 

Ellas,

sabrán existir bajo el peso de su paralelismo

nosotros,

demasiado frágiles para reconocerlo,

buscaremos cometer el imposible acto de juntar dos lí­neas

 

infinitamente fijas

 

                                                 Paula Garzón

 

 

 

 

No soy de aquí­

                                                            A Michael Klinkhamer, a Cambodia

                                                            y a los turistas imprudentes.

 

Enfoco la mirada en las manchas de tu cara,

en la suciedad de tu cuerpo,

en tus bermudas grises de tanto estar en el barro.

 

Un cristal me protege como una vitrina:

soy “el otro”,

el animal del museo…

¿o serás tú?

 

Me miras con asombro

y no sé cuál de los dos está más sorprendido,

si tú con mi rostro o yo con tus manos pequeñas.

 

Doy click en ese espacio diminuto

en que mueres y yo muero,

tú bajo mi lente y yo bajo el tuyo,

mirándonos con intenciones distintas,

con la certeza de tener vidas paralelas,

con el corazón dispuesto a terminar y salir a contarlo.

 

Te dejo allí­ igual de indefenso,

me siento en el Jeep fosforescente

y reconozco con dolor que tu pena es el hambre

y la mí­a la indiferencia. 

 

                                                 Marí­a Paula Contreras Sánchez

 

 

 

 

Bailar la poesí­a

 

Haces poesí­a con tu cuerpo

cierras los ojos para que te inunde la música

y comienzas la danza.

Tu cintura ondea suavemente,

levantas tu cadera y la vuelves a bajar pintando una figura con ella.

Escuchas los instrumentos de viento y continuas moviéndote lento.

Mueves tus dedos,

tus brazos,

tu pecho,

tu abdomen

y el resto te tu cuerpo.

Fluyes por la música, improvisando con ella.

Tu rostro se muestra sensual y sereno

mientras tus ojos cuentan una historia que se pierde en el tiempo.

De pronto la música cambia, ahora es un Derbake el que guí­a.

Tu cadera ahora golpea,

va hacia al frente y hacia atrás,

tu pie la acompaña.

Levantas el pecho y  lo dejas caer,

lo mueves de un lado a otro

luego sacudes los hombros.

La música acelera y tus movimientos también,

haces vibrar todo tu cuerpo

parece que los sonidos salieran de ti en vez de provenir de los instrumentos.

Tu rostro también danza

tu mirada es coqueta y tu sonrisa acompaña esa idea.

Sigues bailando hasta que escuchas el último golpe y  te detienes de repente

tomando una pose delicada, escondes tu falta de aliento

Como si hacer poesí­a no requiriera esfuerzo.

 

                                                 Marcela Ordoñez

 

 

 

 

Fragmentos

 

A la complicidad

 

Rómpanse los candelabros

de la sala de mi casa donde tomaron la foto.

Rómpanse los platos

que mi mamá no usó

esperando una ocasión que nunca llegó.

Rómpanse las ventanas

enloquecidas que se abaten

por las ventiscas de mi hogar.

Rómpanse las llaves y no pueda nunca

volver a entrar.

 

Rompa en llanto mi mamá

al saber que soy gay.

Y me pregunte desesperada:

“¿qué hice mal?”

Y mire la foto de la complicidad

y abatida me vuelva a extrañar.

 

Rómpanse cada uno de mis dientes

y no vuelva a sonreí­r jamás.

Y no piense siquiera en cómo

la vida ligera se me va.

Rómpanse también mis sueños

y sean papeles lanzados al olvido.

Entonces, qué quejas ni qué ruidos

cuando todo parece estar perdido.

 

Reviéntese la copa en la que bebí­

mi primer vino a los doce.

Y los pedazos me corten la mano.

Reviéntense también mis venas

y que sangre como si fueran lágrimas

que por miedo dejé solo para mí­.

 

Quiébrese mi voz

al leer mis propios versos.

 

Rásguese el sillón en el que

hicimos tronos de abrigos.

Y que cada tira se embarre,

Se pierda, se arañe.

Y que el fuego baile

en su espuma desgastada de la que

el tiempo siempre se alimenta.

 

Reviéntense mis mejillas

coloradas de candor.

Y mis cortos brazos se hagan

extensos retratos del ayer

que siempre se me escapa.

 

Rómpanse mis dedos

y no vuelva nunca

a intentar ser poeta.

Pues mi destino

no tiene por qué ser distinto.

Entonces,

¿para qué querer la ligereza?

Cuando siempre soy completa

insuficiencia.

 

Rómpanse mis costillas

y sus fragmentos me apuñalen el pulmón.

Y me ahogue en mi propia agoní­a.

Pero aún más triste,

no pueda nunca nadie

volverme a abrazar.

 

Rómpanse todo

cuanto pueda romper el poeta.

Rómpanse los corazones,

los billetes y la fe.

Pero jamás nunca

se rompa nuestra foto.

Que pareciera ser

lo único que se

resiste a perecer.

 

                                                 Jhonny Jiménez Rodrí­guez

 

 

 

 

La mujer isla

 

Un octubre, una mujer casi chica

descargo sus intestinos encima de la mesa.

No podí­a comprender el idioma tropical de los médicos,

Es una niña, ¡ella vive Gritando!

No, ella solo sabí­a que

la sangre de sus ancestros

habí­a salido desde sus piernas puertas.

Años después troqué mi isla lagartija

por la de alces y ballenas.

En vez de un cacahuete en el mapa,

mi isla se convirtió en una montaña de hielo.

Allí­ arriba donde el sol nunca duerme

las horas y los meses se unieron

con el mar de capelí­n y arándanos;

pesqué con mi cazamariposas,

recogí­ bayas con mi balde.

Las piedras planas hicieron buenas sillas

y mejores juguetes,

en tanto el aire frí­o,

el salitre,

picó mis pulmones.

Un octubre, un hombre casi adulto

mordió su labio cuando oyó los gritos.

No podí­a entrar en el mundo de las mujeres y los médicos,

Es una niña, ¡ella vive Gritando!

Oí­a las palabras, pero querí­a ver

el alma y la carne de su descendencia

que habí­a entrado en este mundo.

Años después troqué mi isla lagartija

por la de flores y sombras.

Mi tierra seca se transformó

en una mujer embarazada,

siempre a punto de brotar

jarabe y ginja,

cerezas y sangrí­a,

para envenenar la memoria triste

de la isla abandonada.

Desde la baranda podí­a ver la ciudad

y el mar que nos conectó,

hasta que la niebla y las nubes

me elevaron al cielo.

 

*capelin: pescado pequeño encontrado en Newfoundland y generalmente en el norte

*ginja: licor de cereza de Portugal

 

                                                 Mikayla Vieira

 

 

 

 

Al sapo

 

Sueño con un renacuajo

crí­a de larva y anfibio

lo veo pequeño

en una bolsa que contiene lí­quido amarillo.

 

En el agua estancada de mi vida

crezco como un sapo

carezco de dientes

y con mi piel áspera y seca

busco detener el tiempo en un pantano.

 

Entre musgos se esconden mis saltos

y la lluvia

verde, verde

moja mis anhelos

Sueño con un renacuajo

crí­a de larva y anfibio

 

                                                 Laura Ramí­rez

 

 

 

 

casadentro I

 

a veces siento

que mi casa

no es otra

no puede ser otra

que el gesto

embrujado y triste

del caminante

que veré acaso hoy

nunca más

el rostro sin designio

sin rezo

a merced de un semáforo

a la espera

siempre a la espera

de atravesar

la callecita bogotana

sin entregarse

nunca

al vértigo del paso siguiente

 

es a veces

mi casa

la certeza oscura

de vivir

remangándome la dignidad

para cruzar los pantanos

que me dijeron

será esta

mi casa

hasta que la piel

se me encoja

casi por completo

y no quede más que un nudo

de tripa y viento

suspendido

a la espera

siempre a la espera

de regresar

y ser

lo que quedó enterrado

en el fango

 

conocida pero abismal

mi casa

es la ironí­a de saberme

madre

de todo

lo que me tuerce

el pecho

 

casa mí­a

telaraña inútil

atrapas tiempos

que no existen

 

                                                 Manuela del Alma

 

 

 

 

Pies

 

Y vuelvo a mirarla acostada en la cama de espalda hacia mí­.

 

Su silueta horizontal tendida sobre la cama trazaba un corte justo y severo sobre la luz que minuciosamente cruzaba las ventanas de la casa.

 

Reposaba distante y callada.

 

Descansaban junto a ella los pesados sonidos del agua, los lejanos sonidos de los pájaros y la multitud de hojas que arrastraban el viento.

 

De lejos, dejaba entrever una masa cuneiforme al borde de la cama. Aquella se amoldaba suavemente, haciendo alarde de su perfección. Sutilmente cavaba suaves lí­neas y curvas, con la misma textura ligera y cálida, la misma que al reposarse en el suelo o al irrumpir la tranquilidad del agua con el inicio de sus cinco dedos, le aclaraba al mundo la inocua belleza.

 

                                                 Laura Salazar

 

 

 

 

Radiografí­a

                                                            Todo es parte de todo,

                                                            un mismo árbol.

                                                            —Josep Rodríguez

 

Me gustarí­a ver

tu cerebro a contraluz.

Sus ramas

sus manchas

su cáncer.

 

Lo que no me deja ser.

Porque te pienso.

Porque te olvido.

 

(la memoria no muere,

se transforma

como brotes blancos

sobre placa negra

 

que no dicen nada

 

que se toman todo)

 

Si todo es parte de todo

serí­as parte de mí­.

Mis ramas

mis manchas

mi cáncer.

 

                                                 Ana Marí­a Villaveces

 

 

 

Nota de voz

 

Fuimos amigos tres o cuatro dí­as

Que abusamos de la garganta,

Y nos cortamos los dedos con cuerdas afiladas,

destemplamos a los vecinos

y reventamos la sordina.

 

De la Séptima a la Quince pateamos pedales,

Cuatro bombos en el piso de Saturno.

 

Faldas y vino,

No de mujeres y amigos,

de papá.

 

Escuchabas palabras de llanto universal,

que no es llanto:

nunca cruzamos palabra.

 

Cambiamos los cuellos de tortuga o de mierda,

nuestros pantaloncitos cortos,

por botas de cuero con punta de metal.

la bufanda terrosa con el patrón de cuadros

o

mi gabán empapado y las patillas imperiales:

sin pura puta sensiblerí­a.

 

Cantábamos las canciones de gloria

o de muerte en las escaleras.

 

Eso sí­ que era importante.

 

Y yo también salí­ de casa a las nueve de la mañana,

a espantar señoras cristianas en reposterí­as judí­as

y a tomar café,

pero salí­ de casa.

 

nos queda ese papel

que no tomó nadie,

con poses que ninguna vez repetimos,

y en un lugar que nunca más visitamos.

no tienen el ruido ni la sangre

solo ropa, peinados, zapatos

y la prueba de que nos gusta hacer el ridí­culo.

 

Un dí­a te canté una canción con el alma,

gateando entre aguardiente y cigarrillos.

 

No nos queda la grabación

y esta foto solo es buena

porque no nos vemos a la cara.

Vecino,

Bastardo.

 

Pero son nuestras las bicicletas que rompimos

y las botellas que perdimos

y las francesas que llevaste

los espaguetis boloñesa,

los del difunto:

hasta él es nuestro.

Y esas calles son nuestras,

como todas esas cervezas,

aunque solo las veamos tu y yo.

Y aquí­ están grabados la guitarra y el tambor

y gritos desgarrados,

aunque solo los escuchemos tu y yo,

hermano.

 

Un dí­a te canté una canción con el alma,

gateando entre aguardiente y cigarrillos.

 

Pero cantabas

y hasta hablabas

como un gato,

hermano,

y nunca te entendí­ una palabra.

 

                                                 Jaime Naranjo

 

 

 

 

INSOMNIO

 

El dí­a en que todos partieron

yo decidí­ quedarme en casa

contando ovejas.

 

Y una tras otra

contaron

la misma historia;

 

“Todo nace de un estruendo

y todo muere en un susurro.”

¿Qué sentido tiene estar despierto

Si el origen ya no está escrito

en el agrietado caparazón de una tortuga?

 

                                                 Marí­a Paula Garcí­a


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