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Edición 41

Sylvia Plath: Prozac y pañales desechables



Por Orlando Gallo Isaza

 

“El argumento final contra el suicidio es la vida”. (A. Alvarez, El dios salvaje)

 

En 1998, año de su muerte, Ted Hughes da a la imprenta su último libro de poemas, Cartas de cumpleaños, cuyo asunto es a la vez el más íntimo de su vida y uno de los más públicos de la literatura del siglo XX: su relación de pareja con la poeta Sylvia Plath.

 

Sólo que hasta ese momento la versión de los sucesos había llegado principalmente a través de los poemas de Plath y del papel que se le ha asignado por sus biógrafos al propio Hughes en la decisión de aquella de quitarse la vida, en la fría mañana del 11 de febrero de 1963.

 

Poco antes de expirar, Hughes presenta su alegato final, urdido pacientemente durante 35 años, reconstrucción minuciosa y a la vez intento por esclarecer, no tanto para el mundo, ese voyeur despiadado, sino para sí mismo y para los dos hijos, Frieda y Nicholas, esos momentos que sumados no parecerían necesariamente tener que desembocar en tan abrupto final:

 

 

“¿Recuerdas cómo recogimos los asfódelos?

Nadie más se acuerda, pero me acuerdo yo.

Tu hija vino con los brazos llenos, ilusionada y contenta,

ayudando en la cosecha. Se le ha olvidado.

Ni siquiera logra acordarse de ti. Y los vendimos luego.

Suena a sacrilegio. Pero los vendimos.

¿Tan pobres éramos? El viejo Stoneman, el tendero,

de ojos saltones, la presión arterial volviéndole morado, casi como remolacha

(fue su última oportunidad

moriría en la misma gran helada que tú),

nos persuadió. Nos los compraba cada primavera,

siempre, a siete peniques la docena,

“Costumbre de la casa…”

 

(“Asfódelos”)

 

 

Aunque parecería necesitarlas, el libro carece de notas marginales. Su complejidad, que nace de la materia y no de la forma, puede ser resuelta medianamente si se explora el itinerario vital de Sylvia Plath.

 

A los ocho años, cuando su madre, Aurelia, le comunicó la muerte de su padre, Otto Plath, cuya gravedad les había ocultado tanto a ella como a Warren, su hermano menor, Sylvia exclamó : “¡No pienso volver a dirigirle la palabra a Dios !”. Ese acontecimiento, que para su mente infantil fue entendido como un agravio personal, tanto del Creador como de su padre, en cuanto abandono,  la marcaría para siempre y llenaría de desconfianza su entrega en el afecto. Comenzaba entonces una doble orfandad que nunca acabaría.

 

 

“Ya no sirves, ya no,

ya no me sirves, zapato negro,

en el cual he vivido como un pie

durante treinta años, pobre y blanca

sin atreverme apenas a respirar o a hacer achís.

 

Papaito, he tenido que matarte.

Te moriste antes de que me diera tiempo…

Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios,

lívida estatua con un dedo del pie gris,

Del tamaño de una foca de San Francisco.

 

Y una cabeza en el monstruoso Atlántico

Donde se derrama el verde alcaparra sobre el azul

Cerca de la costa de Nausset.

Yo solía rezar para recuperarte,

Ach, du…

 

Siempre  te tuve miedo

con tu Luftwaffe, tu pomposa jerga,

Y tu recortado bigote

Y tu ojo Ario, azul metálico.

Soldado alemán, soldado alemán, o tú-

 

No Dios pero una svástica

Tan negra que ningún cielo podría penetrar…”

 

(“Papi”)

 

 

Este famoso y descarnado poema, que data del período creativo más interesante de Plath, pocos meses antes de su muerte, reúne algunas de las circunstancias que hicieron especialmente traumática la inserción de la poeta en la “normalidad”: la temprana muerte de Otto por una enfermedad voluntariamente descuidada, tras una herida en el dedo gordo de un pie y la amputación de su pierna engangrenada, a la altura del muslo; el origen germano de sus progenitores en la época de la derrota alemana y la estigmatización de todo lo relacionado con esa nación (a pesar de hablar con fluidez en sus primeros años esa lengua, tras ser apedreada junto a su hermano por sus compañeros de escuela al grito de ¡Nazis!, la abandonó para siempre y conservó un bloqueo para el aprendizaje de otros idiomas), la obsesión por ser perfecta, pues al parecer ese era el precio que creía deber pagar para lograr el cariño de sus padres.

 

Sin embargo, hay un aspecto en la obra de Plath, señalado entre otros por la poeta Ana María Moix, que nos debe poner en guardia respecto a estos elementos autobiográficos de ciertos poemas, que parecen casar de una manera sospechosamente exacta con las teorías sicoanalíticas tan en boga para la época (recordemos que en varias oportunidades Sylvia Plath fue paciente siquiátrica, o mejor, que nunca dejó de serlo), aunque reparos de esa naturaleza no desdigan del efecto literario alcanzado y más bien refuercen su calidad como escritora.

 

Porque, por encima de todo, lo que prevaleció en su vida fue la decisión inquebrantable  de ser una escritora, una gran escritora, y en el centro de su drama   personal estuvo el conflicto de esa vocación con los compromisos que como mujer le correspondían en  una sociedad como la norteamericana en los años de la posguerra, a los cuáles ella tampoco quería ser inferior. Conflicto que se hizo particularmente intenso por el papel desempeñado por su madre como portadora de los valores del establecimiento, pues en la vasta correspondencia que le dirigió Sylvia, no exenta de momentos entrañables plenos de una cálida empatía, sobresale una pormenorizada rendición de cuentas que va desde la alusión al traje que lleva puesto hasta el interés que pueda suscitarle algún muchacho, desde sus impresiones de una conferencia de Auden hasta su esperanza de ver algún texto suyo publicado en Mademoiselle o en Vanity Fair. Todo coronado por unas expectativas de triunfo y un recuento de esfuerzos que incluso cuando las cosas marchaban sobre ruedas llega a exclamar:  “¡Ojalá pueda ser lo suficientemente buena para merecer todo esto!”.

 

Es sin embargo maniqueo cualquier intento por encontrar culpables en esta puesta en escena que resultó siendo la vida y obra de Sylvia Plath. Los más obvios, por su proximidad, son Aurelia Schober, su madre, y Ted Hughes, su esposo. Sobre ellos han caído los más enconados denuestos de quienes han querido verlos como sus victimarios.  Tenemos, por el contrario, evidencias de que les debe algunos de los momentos más felices de su atormentada existencia. Fue suya la elección de plegarse a los papeles de hija, esposa y madre, sacrificándose para preservar un espacio esencial y destinarlo a lo que más amaba: escribir. Y guardando, siempre, un margen de decisión para lo que más anhelaba: morir.

 

 

“…Morir

Es un arte, como todo lo demás.

Yo lo hago excepcionalmente bien.

 

Yo lo hago con furia,

Yo lo hago de tal manera que sea real.

Usted podría decir que tengo una predisposición.

 

Es fácil hacerlo en una celda.

Es fácil hacerlo y mantenerse intacta.

Es el retorno

 

Teatral a la luz del día

Al mismo lugar, el mismo rostro el mismo brutal

Grito entretenido

 

“¡Un milagro!”

No puedo soportarlo.

El espectáculo no es gratis

 

Para ver mis cicatrices

Para escuchar mi corazón

Hay que pagar la entrada

Nada de esto es un acto.

 

Y hay que pagar, pagar mucho

Por una palabra o tocarme

O por un poco de sangre…”.

 

(“Señora Lázaro”)

 

 

Lady Lazarus es su poema emblemático. Fue presentado para una lectura radial en la BBC por ella misma en los siguientes términos : “Quien habla es una mujer que posee el grande y terrible don de renacer. El problema es que, para ello, tiene antes que morir. Es el Fénix, el espíritu de la libertad, lo que ustedes quieran. Es también, sencillamente, una mujer buena, normal, llena de recursos”. A. Alvarez, quien escribió su libro El dios salvaje, un penetrante ensayo sobre el suicidio como experiencia límite en occidente, partiendo del impacto que le suscitó el de Sylvia Plath, a quien conoció de manera  personal y casi íntima en sus últimos años, refiriéndose a este poema manifiesta : “En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni pedido de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquiera otra actividad ardua, riesgosa : urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta a la de montar a Ariel o dominar un potro desbocado —cosa que había hecho durante su último curso en Cambridge— o lanzarse por una pendiente elevada sin saber esquiar bien —incidente, también de la vida real—, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de “apagarse a medianoche sin dolor” ; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir : un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida”. Y, más adelante, Alvarez agrega : “De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o el dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma ; parecería autorizarla a hablar del suicidio como tema, no como obsesión. En tanto mujer adulta y agente libre creía que el acto era uno de sus derechos. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de los campos de concentración mentales, de igual forma juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos : uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe”.

 

Esa libertad expresiva para manejar la muerte como tema se había extendido a toda su creación. Para ello fue fundamental el libro Estudios al natural de Robert Lowell, a cuyas clases había asistido en la Universidad de Boston, y cuya publicación le haría decir : “Estoy de lo más entusiasmada con lo que me parece un camino nuevo abierto por, pongamos, los Estudios al natural de Robert Lowell; ese giro nuevo hacia la experiencia emotiva muy seria, muy personal, que en parte, creo yo, ha sido tabú. Me interesan mucho, por ejemplo, los poemas de Lowell sobre su experiencia en un hospital siquiátrico. Pienso que la poesía estadounidense de los últimos tiempos ha explorado esos temas particularmente íntimos y prohibidos…”

 

Son especialmente fértiles sus meses posteriores a la separación de Ted, en los cuáles llega a componer hasta tres poemas por día. Ha tenido la revelación de que las situaciones más íntimas pueden ser materia de la poesía y ha adquirido el necesario dominio formal para que los poemas fluyan también naturalmente. Está en su plena madurez y “Cortada” es un magnífico ejemplo del momento que atravesaba:

 

 

“¡Qué emoción!

En vez de la cebolla, me he llevado el pulgar.

La yema, desprendida,

se ha quedado colgando, como una bisagra

 

de piel,

una visera

lívida.

Luego esta pulpa roja.

 

Peregrinito:

el indio te arrancó la cabellera.

Tu moco de pavo

se desenrolla como una alfombra

 

directamente, desde el corazón.

Lo piso,

agarrando mi botella

de espumoso rosado.

 

Una celebración, es lo que es,

De una hendidura

saltan millones de soldados,

Casacas rojas, todos a una.

 

¿De qué lado están?

Oh homúnculo

Mío, estoy enferma.

He tomado una píldora

 

Que mata la tenue

Sensación de papel.

Saboteador, hombre

kamikaze—

 

La mancha de su babushka de gasa

Ku Klux Klan

se oscurece y se tiñe

Y cuando

 

La redondeada

Pulpa de tu corazón

Confronta un pequeño

Molino de silencio

 

Cómo saltas—

veterano trepanado,

Niña indecente,

Muñón de pulgar”.

 

 

Excepcionalmente productivo fue ese período si se tiene en cuenta que tenía una casa que cuidar, ahora sola, con una hija de dos años y un bebé de meses que la dejaban exhausta al final de la jornada, con aliento apenas para oír un poco de música y tomarse un brandy con agua antes de ir a la cama. “Estos nuevos poemas míos —dice en una nota— tienen un elemento en común. Fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: esa hora azul todavía, casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas”.

 

Podemos imaginarla en su trajín diario, en medio del siempre frío aire londinense, lavando pañales (desde Sísifo una de las más arduas, interminables  e infructuosas tareas), picando cebolla, limpiando las ventanas, haciendo las compras, reservándose para esa temprana hora de libertad en la madrugada cuando podía al fin ser ella misma.

 

La separación de Ted era demasiado reciente como para pensar que fuera definitiva. Su matrimonio había sorteado en seis años múltiples obstáculos y la ilusión inicial de algún modo estaba intacta. Tal vez todavía podrían ser como los esposos Browning. Algo había de subsistir de ese enamoramiento inicial que le hizo decir a Sylvia en una carta a su madre : “Los dos últimos meses, me he enamorado irremediablemente, lo cual sólo puede acarrearme un gran dolor. He conocido al hombre más fuerte del mundo, ex alumno de Cambridge, brillante poeta cuya obra estimaba antes de conocerle, un Adán alto, desmañado, saludable… con voz de trueno… cantante, narrador de historias, león y trotamundos, un vagabundo que jamás se detendrá”. Y que le hizo contarle a su hermano Warren en otra carta : “…es el único hombre del mundo que es mi igual… Tiene la voz más rica y extraordinaria que Dylan Thomas, una voz que resuena a través de paredes y puertas. Entra majestuosamente en mi habitación y saca un libro de mi vitrina, Chaucer, Shakespeare, Thomas, y se pone a leer. Lee sus propios poemas, que son muchísimo mejores que los de Thomas y Hopkins, mejores que todo lo que conozco: impetuosos, disciplinados, con un tono directo y franco. Me cuenta historias interminables, al estilo irlandés, bajando la voz hasta el susurro y representando algunas, y a mí me encanta un narrador así. Tiene veinticinco años y es de Yorkshire y lo ha hecho todo en el mundo: injertar rosales, arar, lecturas para estudios cinematográficos, cazar, pescar… Es un Adán violento”.

 

Bajo el influjo del mutuo arrobamiento, se casarían en 1956. Inmersos como estaban en ese cuento de hadas literario, eligieron para su matrimonio una fecha cabalística : el 16 de junio (El Bloomsday, fecha en la que transcurre Ulises de Joyce). Ella lució el vestido rosa de punto que Aurelia le hizo, con una cinta en el pelo que le hacía juego y una rosa clara que le había dado Ted. Lloró cuando él le puso el anillo de oro en el dedo.

 

 

En Cartas de cumpleaños, Hughes ve así ese día :

 

“Con tu vestido hecho de lana rosa

antes de que nada manchase nada

te colocaste ante el altar. Bloomsday

 

Lluvia —así es que aquel paraguas recién comprado

fue el único accesorio que yo tenía

en uso con menos de tres años.

Mi corbata —deslucida, sola, negro veterano de la RAF—

fue un desgastado símbolo de corbata.

Mi chaqueta de pana —tres veces teñida de negro, exhausta,

apenas lograba sostenerse.

 

¡Fui un útil yerno de posguerra!

No llegué a Príncipe-Rana. Quizás a Porquero

llevándose los sueños de alcurnia de esa hija

desde el fondo del futuro de atalayas, iluminado por los focos.

 

Ninguna ceremonia podía alistarme

fuera de ese uniforme. Llevé mi vestuario entero.

Excepto los pocos artículos duplicados y mínimos.

Mi boda, como la Naturaleza, buscaba esconderse.

Sin embargo, si debíamos casarnos

mejor hacerlo en la Abadía de Westminster. ¿Por qué no?

El Decano nos dijo que por qué no. Así aprendí

que pertenecía a una iglesia de parroquia.

San Jorge de los Deshollinadores.

Tuvimos que apretarnos para caber en la boda.

Tu madre, valiente incluso en la jugada

con Asuntos Exteriores USA,

hizo el papel de todas las damas de honor y de todos los invitados,

incluso —magnánimamente— representó

a mi familia

que no había oído nada de todo esto.

Sólo había invitado a sus antepasados.

Ni siquiera había confiado el que yo te raptase

a un amigo íntimo. Como padrino de boda —el escudero

que sujeta los anillos durante el acto—

solicitamos al sacristán. El colmo del ultraje:

estaba saturando de niños un autobús

para llevarlos al zoo —¡bajo aquel aguacero!

Los animales encerrados debieron tener paciencia

mientras nos casábamos.

Estabas transfigurada.

Tan esbelta y nueva y desnuda,

una ramita de lilas húmedas decía que sí,

temblando, sollozando de alegría, eras la profundidad del océano

colmada de Dios.

Dijiste que habías visto abrirse el cielo

y mostrar riquezas, prestas a caer sobre nosotros.

Levitando a tu lado, permanecí sometido

a un raro tiempo verbal: el futuro hechizado.

 

En aquel altar de entresemana, enjuto de ecos,

te veo

luchando por contener las llamas

en tu vestido hecho de lana rosa

y en las pupilas de tus ojos —grandes joyas cuyas facetas

eran lacrimosas llamas, pero en verdad grandes joyas

sacudidas en un cubilete de dados que me ofrecías a mí”.

 

(“Un vestido de lana rosa”)

 

 

Los augurios para la pareja parecerían los mejores: jóvenes (Ted tenía 26 años y ella casi 24), bellos, brillantes, apasionados, con una obra en ebullición que empezaba a ser reconocida por la crítica y a la que aplicaban sus mejores energías. Una sombra sin embargo empezaba a cernirse sobre ellos cuando en julio de 1956 Sylvia escribe en su diario: “El mundo se ha vuelto tortuoso y amargo como un limón de la noche a la mañana”.

 

Viajan entonces por Francia y España. Regresan a Inglaterra y visitan Yorkshire, donde había nacido Ted, región escarpada y llena de leyendas celtas e historias de brujería. La tierra de las hermanas Brönte, a cuya casa hacen un paseo. Una región cargada de misticismo que aviva en Sylvia su sensación de ser clarividente y el gusto, compartido con Ted, por lo esotérico.

 

Se establecen luego en Cambridge, donde Sylvia debía terminar sus estudios en el Newnham College, en cumplimiento de la beca de la Fundación Fulbright que la había llevado a Inglaterra. Ambos continúan escribiendo, aunque para ese entonces Sylvia le daba prelación a la obra de Ted sobre la suya y dedica gran parte de su tiempo a pasarle sus manuscritos a máquina. Cuida la casa con el mismo ánimo perfeccionista con que lo enfrentaba todo y no exterioriza queja alguna, aunque en su diario de esos días habla de tener la mente “sepultada como un cadáver sucio bajo las tablas del suelo durante el último medio año preparando exámenes, apresuradamente, viviendo de cualquier manera en Eltisley, con poco dinero…un tiempo de parálisis”.

 

La elección de esta imagen de su estado depresivo resulta muy diciente, pues  el 24 de agosto de 1953 había permanecido dos días bajo las tablas del primer piso de su casa materna en Wellesley, tras ingerir un frasco lleno de somníferos que casi la llevan al deceso; experiencia descrita con detallada crudeza en La campana de cristal y que en el poema Señora Lázaro es la segunda muerte del personaje.

 

Aunque las presiones eran excesivas y a lo ya señalado se sumaba cierta estrechez económica, el amor seguía presidiendo la vida de la pareja. Continuaban escribiendo, aprovechaban la exuberante vida cultural de Londres, que incluía visitas al Museo Británico con sus exóticos tesoros de arte y arqueología, pero, sobre todo, disfrutaban de una cálida intimidad en el pequeño apartamento en Eltisley Avenue 55, en la zona de Grantchester Meadows, donde leyeron juntos, por aquellos días La Diosa Blanca, de Robert Graves, libro que les proporcionaría un rico arsenal de símbolos para sus propias obras.

 

La trashumancia había de continuar: Atravesarían el Atlántico debido a  la oferta hecha a Sylvia por el Smith College, en Northampton, Massachusetts,  lugar en el que había cursado sus primeros estudios universitarios dejando una estela brillante por su rendimiento académico, para dar tres cursos de inglés con un salario anual de 4.000 dólares. Podía así estar más cerca de Aurelia y resultaba también probable que Ted pudiera encontrar trabajo en Amherst o en la Universidad de Massachusetts. De otro lado, por esos días Ted había ganado el prestigioso premio del Poetry Center de la calle noventa y dos de Nueva York,  con un jurado de lujo: W.H. Auden, Marianne Moore y Stephen Spender, lo que le significaba arribar a América  en carruaje de triunfador, algo que para nada le disgustaba.

 

Por un poco más de dos años permanecerían en los Estados Unidos. La experiencia como profesora en Smith College fue desafortunada, en parte porque su propia exigencia le resultaba extenuante y en parte, porque se imponían sus necesidades creadoras sobre la inevitable disección que requería la docencia. De nuevo su perfeccionismo se le hacía un obstáculo para el éxito que tanto anhelaba  y de nuevo eso la sumía en la sombra y la parálisis.

 

Desertar de Northhampton y mudarse a Boston fue una decisión que les ocasionó algún tipo de enfrentamiento, pero que finalmente fue saludable para ambos. Allí Sylvia pudo asistir a los cursos de poesía de Robert Lowell, en los cuáles conoció a Anne Sexton, con quien se identificó de inmediato y cuyos poemas le resultaron reveladores por lo innovador de sus técnicas y el atrevimiento de sus temas; consiguió un trabajo de medio tiempo en el Hospital General de Massachusetts, escribiendo historiales clínicos y reanudó su tratamiento con la terapeuta Ruth Beuscher, experiencias éstas dos últimas ligadas a la escritura de uno de sus mejores relatos: Juanito Pánico y la Biblia de los sueños, una irónica fantasía sobre la mecanógrafa de un hospital, experta en sueños.

 

De aquel tiempo es su lectura de las obras de Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Beckett, Ionesco, Freud, Tolstoi, Faulkner, Philip Roth y J.D. Salinger. Escribe nuevos relatos, actividad abandonada desde sus años como estudiante en el Smith College, cuando lo hacía habitualmente y con relativo éxito (el pago por la publicación de algunos de ellos le subvencionó muchos de sus gastos).

 

Deciden por entonces regresar a Inglaterra, tras un recorrido en el carro de Aurelia por todo el país. Cuando abordan el Queen Elizabeth, en diciembre de 1959, ya Sylvia se hallaba embarazada y tenía ante sí el inmenso Atlántico que atravesaría por última vez.

 

Se establecieron inicialmente en Londres. El reconocimiento a la obra de Ted seguía creciendo. Premios, invitaciones y publicaciones se sucedían interminables.

 

El primero de abril, poco antes de las seis de la mañana, nacería Frieda, en su casa, mediante un parto sin anestesia atendido por una comadrona hindú y una enfermera. Ted la acompañaba y en los días siguientes advirtió esperanzado que ser madre para Sylvia podía ser el comienzo del encuentro de su propio centro de gravedad, de la aceptación de sí misma. Casi un año después, tras un aborto espontáneo, Sylvia escribiría uno de sus más hermosos y sosegados poemas, a propósito del nacimiento de su hija:

 

 

“El amor te puso en marcha como un opulento reloj de oro.

La partera le dio una palmada a las plantas de tus pies,

Y tu escueto alarido buscó un lugar entre los elementos.

 

Nuestras voces son ecos que amplifican tu advenimiento.

Estatua nueva. En un museo de succión, tu desnudez

Solidifica nuestro pacto. Nosotros estamos de pie,

Rotundos, lívidos como las paredes.

 

Como yo, la nube que destila un espejo para reflejar

Su propia y lenta huida con la mano del viento

Es también tu madre.

 

Toda la noche tus suspiros de polilla

Fluctúan aleteando entre las achatadas rosas rosadas.

Yo me levanto para escucharte.

Un mar lejano se mueve en mi oído.

 

Un chillido, y yo salto de la cama, pesada como una vaca florecida

En mi bata Victoriana.

Tu boca se abre limpia como la de un gato. La ventana cuadrada

Tiñe las descoloridas estrellas de blanco y se las devora.

 

Y ahora tú empiezas a practicar

las notas del pentámetro que conoces.

Las vocales puras ascienden como globos.

 

(“Canción matutina”)

 

 

La maternidad representó para Sylvia la posibilidad de matar uno más de sus miedos, el de ser estéril, pero, por otra parte, la sumió cada vez más en el papel de ama de casa y de señora Hughes, esposa del laureado poeta, lo que no debía dejar de ser un tormento para sus propias ansias de fulguración. A. Alvarez, crítico, admirador de la obra de Ted, y vecino de la pareja en Primrose Hill, describe una escena en el parque, patética sobre su estado de eclipsamiento:

 

 

“Ted bajó a preparar el cochecito mientras ella vestía al bebé. Yo me quedé un momento atrás, subiendo la cremallera del abrigo a mi hijo. Sylvia entonces se volvió a mí, nada efusiva de pronto.

 

—Me gustó mucho que eligieras aquel poema —me dijo—. Es uno de mis preferidos, aunque al parecer no le gustaba a nadie más.

 

Yo no entendía nada. No sabía de qué me estaba hablando. Se dio cuenta y me lo aclaró.

 

—El que publicaste en el Observer hace un año. Sobre la fábrica de la noche.

 

—¡Válgame Dios, pero si eres Sylvia Plath! —me tocó exclamar ahora—. Oh, lo siento. Sí, era un poema precioso.

 

“Precioso” no era el término adecuado, pero ¿qué otra cosa le dices a una joven ama de casa inteligente?”

 

 

Hay un nuevo intento (el último, por cierto) de los esposos Hughes para recomponer su vida al trasladarse a Devon, un lugar campestre ubicado a unas cinco horas al sureste de Londres, a una casa grande y antigua que le hizo decir a Sylvia: “Mi espíritu se ha expandido inmensamente… ya no tengo aquella angustiosa sensación de acoso que sentía en todos los sitios pequeños en los que he vivido antes”. (Resulta natural evocar el poema “La ciudad” de Cavafis).

 

En verdad, aunque la actividad física era superior y Sylvia estaba embarazada de nuevo, le quedaban energías para escribir abundantemente. Muchos de los que serían los poemas de Ariel, su libro póstumo, se fraguaron allí. La vetusta casa, la vieja iglesia con su cementerio y las ruinas del entorno enriquecieron su imaginería: la luna, los espejos, los paisajes siniestros, las piedras, las flores, las sepulturas, resultaban precisos para su espíritu melancólico  De esta época data, entre otros, La luna y el tejo, un poema paradigmático en su obra.

 

Estaba culminando también la que sería su única novela: La campana de cristal. Claramente autobiográfica, impregnada del tono de The Catcher in the rye, de Salinger, a quien Sylvia admiraba, la novela fue publicada en vida suya, pero bajo el seudónimo de Victoria Lucas, en un empeño por proteger a su madre de la impresión que pudiera provocarle la descarnada descripción de la tentativa de suicidio con somníferos de Esther Greenwood, la protagonista, y, en general, de la apesadumbrada visión del mundo que comunicaba, tan diferente al que ella misma le planteaba en su correspondencia.

 

Tras el nacimiento de Nicholas, el 17 de enero de 1962, la vida de Sylvia entró en la recta final. Todo se fue derrumbando alrededor suyo, salvo la poesía (en 1962 compondría casi todo Ariel). Se enteraría en agosto del romance de Ted con la escritora Assia Gutman, del que ya tenía serias sospechas que ocasionaron múltiples escenas de celos y riñas, atenuadas paradójicamente con la confirmación del idilio. De inmediato comenzaron a hablar con un abogado de Londres para tramitar el divorcio. En octubre, Ted se marcharía de Devon, dejando atrás los asfódelos, las secundinas, las manzanas en el huerto, el sueño de un Edén:

 

 

“Te traje a Devon. A la tierra de mi ensueño.

Te llevé sonámbula

a la tierra de mis tótems. El país de Nunca Jamás:

al huerto del oeste.

                                  Luché

con las mantas, los amnios y el cordón umbilical

y te quedaste conmigo

galante, desesperada y llena de esperanza,

intentando oír a dioses distintos, despojándote

de tu realeza americana, prenda a prenda—

Hasta que pisaste, desnuda hasta el alma y afectada,

este pasillo adoquinado y sin cuadros

camino a un camposanto…

 

¿Qué bifurcación equivocada

habíamos tomado? En ese huerto sombrío

bajo un techo calado, yacimos escuchando

cómo nuestra casa parroquial se pudría como un ataúd

hundiéndose entre las malas hierbas. ¿Qué pensaste de ello

cuando te sentabas sola a tu mesa de olmo

mirando una blanca hoja de papel en blanco

silenciosa ante tu máquina de escribir, escuchando

el gotear del techo de paja con goteras, el murmullo de la lluvia,

mientras mirabas aquella iglesia hundida, y los techos

de pizarra entre la bruma lluviosa, marea baja,

reluciendo a flote…

 

Y esto era lo que habíamos escogido finalmente.

Recordándolo, lo veo como una burbuja:

gente extraña en una cerrada brillantez,

riéndose y llorando sin sonido,

mirando lánguidamente desde la transparencia

a la desolación. Una foto de bodas lluviosa

sobre una tumba extranjera, entre lirios.

Y justo debajo, invisibles, los auténticos huesos

experimentándolo todo aún”.

 

(“Error”)

 

 

La mudanza a Londres se produjo a mediados de noviembre. Llegó a  considerar la posibilidad de irse a España, pero el cuidado de los niños en un nuevo país le pareció complicado. Los vientos helados anunciaban el que sería un crudísimo invierno. Encontró un apartamento muy cercano al que había ocupado con su esposo en Primrose Hill, justamente ubicado en el piso superior de la que fue la casa de Yeats. No dejaba de haber en ello cierta ironía, pues cuando con Ted exploraron y disfrutaron los temas paranormales, hablaban de sí mismos como los esposos Yeats.

 

Todavía escribiría “Ovejas en la niebla”, “Los bailes nocturnos”, “Muerte S.A.”, “Carta de noviembre”, “La canción de María”, “Años”, “Tótem”, “El paralítico”, “Los maniquíes de Munich”, “La bondad”, “Palabras”, “Magulladura”, “Los globos” y el que sería su último poema, “Filo”:

 

 

“La mujer está concluida

El cuerpo

muerto muestra la sonrisa de la realización,

en los rollos de la túnica fluye

la ilusión de una necesidad griega,

Los pies desnudos parecen decir:

hasta aquí hemos llegado, se acabó.

Cada niño muerto se enroscaba, serpiente blanca,

ante una jarrita

de leche, que ahora está vacía.

Ella los ha plegado

de nuevo a su cuerpo como pétalos

de una rosa cerrada cuando el jardín

se tensa y las hondas gargantas dulces

de las flores nocturnas sangran aromas.

La luna, que mira desde su capucha de hueso,

no tiene por qué entristecerse.

Está acostumbrada a estas cosas.

Sus moretones crujen y se arrastran”.

 

 

Hacia las seis de la mañana del once de febrero de 1963, subió a la habitación de los niños y les dejó un plato con pan y mantequilla y sendos jarros de leche por si despertaban con hambre antes de las nueve, hora en que debía llegar la nueva niñera. Después se desplazó hasta la cocina y, tras tapar las hendiduras lo mejor que pudo con paños, metió su cabeza en la estufa y abrió la llave del gas.

 

En efecto, a las nueve llegó la niñera. Tocó con insistencia la puerta. Hizo una llamada a la agencia de empleos para confirmar la dirección. Volvió a golpear. En circunstancias normales, el hombre que habitaba el primer piso debía escucharla y podría franquearle la puerta, pero, al parecer, el gas se filtró hasta su cuerpo y le hizo dormir más profundamente. Sólo a las once, cuando llegaron unos albañiles a reparar las instalaciones congeladas y forzaron la cerradura, todavía tibio, encontraron el cadáver. Junto a él una nota con el nombre, dirección y teléfono de un médico. Sylvia había previsto (como rezaba Lady Lazarus) casi todo para que aquello pareciera real. Sólo que esta vez, el destino lo hizo real.

 

Las fotografías suyas que se conservan y se han hecho públicas pertenecen a la iconografía del siglo XX. Podemos verla allí, de meses, chupándose el pulgar en un día de campo; o, ya un poco mayor, acurrucada, agitando las aguas en la playa de Winthrop ; o  sentada en el porche, larguirucha, enfundada en su uniforme de bachillerato elemental ; o circunspecta y sonriente en alguna graduación ; o recostada con Ted, en un sofá, leyendo algo juntos en la casa de Boston ;  o, con el pelo recogido, cargando a Nicholas, en el jardín de Devon. Nada en ese rostro, nada en ese cuerpo, dice nada acerca de por qué el futuro no podía ser suyo.

 

Como en el caso de los jóvenes héroes homéricos, su muerte la hizo bella y valerosa para siempre. Su sacrificio pudo haber alegrado a los dioses y depararle su amistad en el Olimpo. También pudo ser un regalo suyo a los hombres: la entrega de la más refinada perfección de su arte.

 

Pero también es inevitable que nos asalte la sensación de que las circunstancias se confabularon en su contra y de que tal vez si su padre no hubiera muerto tan prematuramente; si las exigencias de su educación no hubieran sido tan extremas; si su espíritu perfeccionista no hubiera sido tan acendrado; si el éxito literario le hubiera llegado un poco antes; si Ted no hubiera sido escritor sino un amable tecnócrata  que admirara, sin comprenderlo, su trabajo; si para su tratamiento contra la depresión no se hubieran utilizado los brutales electroshocks y los somníferos sino el más efectivo prozac, el compuesto de fluoxetina descubierto mucho después; si la industria ya hubiera producido en serie los pañales desechables que le habrían evitado tener que lavar  los de sus hijos con la gélida agua londinense; si en vez de Londres hubiese escogido el más benigno invierno español para la última mudanza; de que tal vez si…

 

Gracias a Ted, gracias a la publicación de sus Cartas de Cumpleaños, podemos comprender el inmenso dolor de su supervivencia y atenuar el rol de único culpable que se le ha querido atribuir:

 

 

“…Diez años después de tu muerte

encuentro en una página de tu diario, como nunca antes,

el impacto de tu alegría

al saber todo aquello. Luego el impacto

de tus rezos. Y bajo esos rezos el pánico

de que tales rezos no creasen el milagro,

y luego, bajo el pánico, la pesadilla

que llegó rodando para aplastarte:

tu alternativa —la vieja e impensable

desesperación y una agonía nueva

revueltas en un infierno familiar.

 

De repente leo todo eso—

tus auténticas palabras mientras salían flotando

de tu garganta y lengua para plasmarse en la página.

Exactamente cuando tu hija, ya hace años,

entrando sin rumbo, mirándome a la cara,

ofuscada,

donde yo trabajaba a solas

preguntó de repente, en el silencio de la casa:

“Papá, ¿dónde está mamá?” El helado terreno

del jardín lo desgarraban mis manos.

A mi alrededor el gigante reloj de escarcha

de aquella medianoche. Y algo dentro,

en alguna parte, esperando no sentir nada.

Un pulso de fiebre. En algún lugar

dentro de la tierra entumecida

nuestro futuro intentando acontecer.

Alcé la mirada —como deseando alcanzar tu voz

con todo el urgente futuro

que me ha estallado dentro. Entonces miro atrás

al libro de palabras impresas.

Levabas diez años de muerta. No es sino un relato.

El nuestro”.

 

(Visita)

 

 

Gracias a este último libro, casi un testamento, de Ted Hughes, pero también gracias al diario, a las cartas, a la novela y a algunos de los poemas de Sylvia, podemos además entender que, por momentos, en medio del lúgubre cieno, refulgió, como una joya antigua, el milagro de la vida.


Noticia Biográfica


Orlando Gallo Isaza nació en Medellí­n en 1959. Poeta y abogado de la Universidad de Antioquia. Ha ganado el Premio Nacional de Poesí­a Universidad de Antioquia (1983) con la obra Los paisajes fragmentarios y el Premio Nacional de Poesí­a “Eduardo Cote Lamus” (1990), con el libro La próxima lí­nea tal vez.



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