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Edición 54

Poemas al campo español de inicios del siglo XX: José Marí­a Gabriel y Galán



 

 

 

                                                            De Religiosas (1906)

 

Desde el campo

 

Luz ingrávida, hija blanca de la nada

que te ciernes en los ámbitos del cielo;

ancho cí­rculo de brumas taciturnas,

horizonte de los dí­as cenicientos;

negra sierra de grandeza inmensurable

que te elevas como monstruo gigantesco

con peana de boscosas montañuelas

y corona de pináculos de hielo;

valle ameno, rico nido de quietudes,

melancólica vivienda del sosiego,

donde apenas de la muerte y de la vida

vagamente se perciben los linderos,

que se borran en los diáfanos ambientes

del reposo, de la paz y del silencio;

sol que enciendes y dibujas con tu lumbre

los ardientes mediodí­as soñolientos,

las auroras con crepúsculos de nácar

y las tardes con crepúsculos de fuego;

soledades taciturnas de los páramos;

compañía rumorosa de los pueblos…,

por beber entre vosotros la existencia

ha ya mucho que a estos sitios vine huyendo

de la mágica ciudad artificiosa

donde flota el oro puro junto al cieno,

donde todo se discute con audacia,

donde todo se ejecuta con estrépito.

 

Tal vez bulla entre vosotros todaví­a

una turba de sofistas embusteros

que negaban a mi Dios con artificios

fabricados en sus débiles cerebros.

Con el agua de la charca a la cintura

y en el alma la soberbia del infierno,

revolví­an los minúsculos tentáculos

de sus mentes enfermizas en el cieno

y buscaban… ¡lo que encuentran tantos hombres

que con limpio corazón miran al cielo!

¡Qué grandeza la del Dios de mi creencia!

Y los hombres que lo niegan, ¡qué pequeños!

Solamente por amarle yo en sus obras

he corrido a todas partes siempre inquieto.

 

Yo he pasado largas noches en la selva,

cabe el tronco perfumado del abeto,

escuchando los rumores del torrente,

y los trémulos bramidos de los ciervos,

y el aullido plañidero de la loba,

y las músicas errátiles del viento,

y el insólito graznido de los cárabos,

que parece carcajada del infierno.

Yo he gozado en la salvaje serraní­a

la frescura deleitante de los céfiros,

y he dormido junto al tajo del abismo

la embriaguez que le producen al cerebro

los olores resinosos de las jaras,

los selváticos aromas de los brezos

y la hipnótica visión de las alturas

que me hundí­a en las regiones de los vértigos.

Yo he bebido en los recónditos aguajes

de las corzas amarillas y los ciervos,

y he matado a puñaladas en el coto

al arisco jabalí­, sañudo y fiero.

Yo he bogado en un madero por el rí­o,

y he corrido con un potro por los cerros,

y he plantado en el peñasco la buitrera

y he arrojado los harpones en el piélago.

 

Contemplando la armoní­a de la vida

bajo el ancho cortinaje de los cielos,

yo he pasado las de agosto noches puras

y las negras noches lóbregas de invierno

en la cumbre de colinas virgilianas

o en la choza de lentiscos del cabrero,

o en las húmedas umbrí­as de los montes

bajo el palio de follaje de los quéjigos.

Y han henchido mis pulmones con sus ráfagas

el de mayo, delicioso ambiente fresco,

el solano bochornoso del estí­o

y el de enero flagelante duro cierzo.

 

A las puertas de los antros de las fieras

los impulsos violentí­simos del miedo

me han llevado a guarecerme, acobardado

por la ronca fragorosa voz del trueno

que botaba en las gargantas de la sierra

y mugí­a en los abismos de los cielos.

 

Y encajado como mí­sera alimaña

en la grieta del peñasco gigantesco,

he sentido la grandeza de lo grande

y he llorado la ruindad de lo pequeño.

 

Y en la sierra, y en el monte, y en el valle,

y en el rí­o, y en el antro, y en el piélago,

dondequiera que mis ojos se posaron,

dondequiera que mis pies me condujeron,

me decían: -¿Ves a Dios? -Todas las cosas,

y mi espí­ritu decí­a: -Sí­, lo veo.

 

-¿Y confiesas? -Y confieso. -¿Y amas? -Y amo.

-¿Y en tu Dios esperarás? -En Él espero.

 

¡Cuantas veces he llorado la miseria

de la turba dislocada de perversos

que en la mágica ciudad artificiosa

injuriaban a mi Dios sin conocerlo!

Si es verdad que no lo encuentran, aturdidos

de la mágica ciudad por el estruendo,

que se vengan a admirarlo aquí­ en sus obras,

que se vengan a adorarlo en sus efectos,

en el seno de esta gran Naturaleza

donde es grande por su esencia lo pequeño;

donde, hablándonos de Dios todas las cosas,

al revés de la ciudad de los estruendos,

lo soberbio dice menos que lo humilde,

el reposo dice más que el movimiento,

las palabras hablan menos que el movimiento,

las palabras hablan menos que los ruidos,

y los ruidos dicen menos que el silencio…

 

 

 

 

Adoración

 

 

 

Estaba amaneciendo. En los espacios

del mundo sideral ya se borraban

las últimas estrellas que aún brillaban

como débiles chispas de topacios.

 

Nada alteraba el general reposo

del mundo en la extensión de sombras llena

ni turbaba un acento rumoroso

el solemne silencio religioso

de la noche serena…

 

Mansa, indecisa, vaga todaví­a

la luz matutinal ya despuntaba,

y en trémulos fulgores envolví­a

un paisaje de abril que se esfumaba

en la vaga y borrosa lejaní­a.

 

Iba a salir el sol. El horizonte

de luz amarillenta se teñí­a,

y de rumores se llenaba el monte

y el valle se poblaba de armoní­a:

y en el oscuro monte rumoroso,

surgiendo acompasada,

se iniciaba la intensa melodí­a

del sublime y grandioso

preludio musical de la alborada.

 

Iba a salir el sol. Lo presentí­a

la gran Naturaleza,

que en el sereno despertar del dí­a,

espléndida, sublime en su grandeza,

y henchida de vigor se estremecí­a.

 

El soberano toque misterioso

de la mano de Dios la despertaba,

y a su sereno despertar grandioso,

con vigor portentoso,

la vida universal se reanimaba.

 

De su jugo vital iban a henchirse

los gérmenes hundidos en la sombra;

al beso de la luz iban a abrirse

los cálices plegados de las flores

que al valle dan alfombra

y a las brisas suaví­simos olores;

la tropa peregrina

de pájaros cantores, aún dormidos,

iba a cantar su estrofa matutina

al posarse en los bordes de sus nidos

la del radiante sol, luz argentina;

y las errantes brisas olorosas,

las frondas rumorosas,

las aguas transparentes

de los rí­os, los lagos y las fuentes,

los cerros de la sierra…

¡Todo cuanto en la tierra

produce, con acentos diferentes,

trino, ruido, voz, eco o lamento

al sentir ya cercana

la luz del astro, que preside el dí­a,

preludiaba con su gárrula armoní­a

el himno enunciador de la mañana!

 

 

II

 

Y el sol salió. Sus vivos resplandores

se esparcieron en franjas ambarinas

y explosiones de luz y de colores,

de acentos y rumores,

palpitaron por valles y colinas.

 

El coro de los pájaros cantores,

desatando sus lenguas peregrinas,

inundó de armoní­as el ambiente;

y para el gran concierto que a la aurora

dedicaba la gran Naturaleza,

el bosque dio su voz, honda y sonora,

su aroma dieron las gentiles flores,

la alondra dio cantares,

el rocí­o del valle dio colores,

el aura dio rumores;

soñoliento gemir, los anchos mares;

vapores, las cañadas;

la flauta del pastor, dulces tonadas,

y el Oriente, bellí­simos celajes,

y el éter, vibraciones irisadas.

 

Y aquella voz magní­fica, una y varia,

que en sus senos encierra,

con toda la armoní­a de los cielos

los rumores que vibran en la tierra,

al cantar de la aurora sonriente

su himno de amor, magní­fico y ardiente,

parece que decí­a:

¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente

del caos hizo el día!…

 

 

III

 

En medio del alegre y peregrino

concierto musical de la mañana,

un eco grave, dulce y argentino

se dilata en el valle… ¡Es la campana

de la ermita cercana!

 

Impí­o, ven conmigo; y tú, cristiano,

ven conmigo también. Dadme la mano,

y entremos juntos en la pobre ermita

solitaria, pacífica, bendita…

Ante el ara inclinado

ved allí al sacerdote… Ya es llegado

el sublime momento…

¡Elevad un instante el pensamiento!

El dueño de esa gran Naturaleza

que admirabais conmigo hace un instante,

el soberano Dios de la grandeza,

el Dios del infinito poderí­o

¡es Aquel que levanta el sacerdote

en su trémula mano!

¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!

¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!

Yo también me arrodillo reverente,

y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.

 

 

 

 

                                                            De Campesinas (1904)

 

 

 

 

Dos paisajes

 

 

I

 

Dos paisajes: el uno soñado

y el otro vivido.

 

¡Cuán amarga, sin sueños, me fuera

la vida que vivo!

 

***

 

Era un trozo de tierra jurdana

sin una alquerí­a;

era un trozo de mundo sin ruido,

de mundo sin vida.

 

Era un campo tan solo, tan solo

como un cementerio,

donde más hondamente se sienten

los hondos silencios.

 

Madroñeras, lentiscos y jaras

helechos y piedras,

madreselvas, zarzales y brezos,

retamas escuetas…

 

¡La maraña revuelta y estéril

que viste los campos

cuando no los fecunda y riegan

sudores humanos!

 

No tení­an trigales las lomas,

ni huertos las vegas,

ni sotillos las frescas umbrí­as,

ni árboles la sierra…

 

No tení­an las rudas labores

cantores humanos,

 

ni el sabroso caer de las tardes

cantores alados.

 

No tení­an ni puente el riachuelo,

ni torre la aldea,

ni alegrí­a de vida sus grises

hórridas viviendas.

 

A sus puertas holgaban desnudos

niñitos hambrientos,

devorando sopores de muerte

de alma y del cuerpo.

 

Y unas ruines mujeres traí­an

de pueblos lejanos

miserables mendrugos mohosos

envueltos en trapos…

 

Y unos hombres huraños y entecos

la tierra arañaban

como ruines raposos sin presa

que el páramo escarban.

 

Y una sorda quietud imponente,

grabándolo todo,

sobre el muerto vivir descargaba

su losa de plomo…

 

 

II

 

Era un trozo de tierra jurdana

con una alquerí­a:

era un trozo de mundo vibrante,

de ruidos de vida.

 

Era un campo de flores y frutos,

con hombres y pájaros,

con caricias de sol y aguas puras,

de limpios regatos.

 

Olivares azules que escalan

alegres laderas;

huertecillos con frutos de oro

que engrí­en las vegas.

 

Recortados, pequeños trigales;

minúsculos prados

alamedas pomposas y viñas,

sotos de castaños…

 

Y la sierra gentil, más arriba,

perdiendo asperezas…

¡sonriendo a medida que sube

la vida por ella!

 

Colmenares que zumban y labran,

palomares blancos,

majadillas que alegran las cuestas

sonoros rebaños…

 

Carboneras humosas que fingen

pequeños volcanes;

leñadores que cortan y cantan,

que llevan y traen…

 

¡La visión de los campos incultos

que ricos se tornan

si los baña del sol del trabajo

la luz creadora!

 

Y tení­a ya puente el riachuelo,

y torre la aldea,

y alegrí­a de vida sus blancas

y sanas viviendas.

 

Y del útil saber en un templo

limpio y diminuto,

y en el templo más grande y más sabio

del campo fecundo,

 

bando alegre de niños que un hombre

discreto guiaba,

la salud y la vida bebí­an

del cuerpo y del alma.

 

Y unas madres con leche en sus pechos,

y luz en la mente,

y en las caras morenas, dulzuras

y risas alegres,

 

amasaban el pan de los suyos,

rezaban, bullí­an,

gobernaban la casa cantando,

¡cantando la vida!

 

Y unos hombres briosos y cultos

labraban los campos

con la sana alegrí­a que infunden

la paz y el trabajo.

 

Y flotaba en los aires el ritmo

gigante y oscuro

con que alienta la tierra fecunda

preñada de frutos.

 

***

 

¡Dos paisajes! El uno soñado

y el otro vivido.

Del vivir al soñar, ¿hay distancia?

¡Pues amor cegará tal abismo!

 

 

 

 

Tradicional

 

El huerto que heredé de mis mayores

no tiene bellas flores

de efí­mero vivir ni tenues frondas;

tiene hiedra sagrada

de hojas perennes y raí­ces hondas;

fresca niñez y ancianidad honrada.

 

Una bí­blica higuera

lo llena todo con su copa oscura,

y una fuente con rica regadera,

que música me da, le da frescura.

 

Lo poco que en el mundo me ha quedado

lo tengo en este huerto,

siempre al estruendo mundanal cerrado,

siempre a la voz de mi sentir abierto.

En medio está enclavado

del árido desierto,

triste vivienda de la grey humana

que duda de la tierra prometida,

cada vez más lejana,

cada vez hacia Oriente más hundida…

 

Yo, cuando el sol del arenal me ciega

y en fuerza de mirar siento borrosa

la visión luminosa

donde parece que jamás se llega…

Cuando el sudor anega

mis doloridos empañados ojos,

cuando me hieren los aceros frí­os

de punzantes abrojos,

cuando me azotan los hermanos mí­os

que me encuentro de frente en el desierto,

vertiendo sangre a rí­os

y lágrimas a mares, torno al huerto.

 

Mi padre se sentaba en esta piedra,

que coronó de hiedra

la mano santa de mi santa madre…

Fue un altar al amor en roca dura

con dosel de verdura,

trono de patriarca con mi padre

y urna de santa con mi madre pura.

 

Ya está solo el edén. Todo es desierto.

Detrás de mis santí­simos ancianos

saliendo han ido del sagrado huerto

mis amantes dulcísimos hermanos…

¡Los he visto morir, y yo no he muerto!

 

¡Jamás he comprendido

por qué Dios ha querido

que el vástago más ruin y débil sea

el último habitante de este nido.

Querrá Dios encerrarme

tal vez para ganarme,

porque en estas sagradas espesuras,

donde pasos al cielo son los dí­as,

yo no puedo sentir cosas impura,

yo no puedo soñar cosas impí­as.

 

He nacido en amenas,

castizas y santí­simas comarcas

y corre por mis venas

sangre de venerables patriarcas

que me legaron enseñanzas buenas,

huerto, escudo, solar y oro en sus arcas.

Mas, en mi estéril soledad hundido,

Amor me ha visitado. Amor me ha herido,

y hervor de sangre que mi cuerpo inunda

dice que no he nacido

para morir estéril junto al nido

de una raza fecunda.

 

Dondequiera que estés, mujer hermosa,

predestinada esposa,

que merezcas posar aquí­ tu planta,

que merezcas sentarte en esta piedra

que coronó de hiedra

la mano de una santa,

ven al huerto querido,

y a la sombra de Dios, Padre del mundo,

pondremos cama nueva al viejo nido

que mi sangre y mi Dios quieren fecundo.

 

El Cielo todaví­a

no ha otorgado a mis ojos el consuelo

de deber tu hermosura, ¡oh Virgen mí­a!;

pero te adoro en el azul del cielo,

y en el tranquilo resbalar del dí­a,

y en el silencio de la noche oscura,

y en la quietud del huerto sosegado,

y en el recuerdo de la gente pura

que me lo hizo sagrado.

 

Te adoro en la memoria

de aquella santa de sencilla historia

que la tierra del huerto que he heredado

santificó con su adorable planta

y el dulce ambiente nos dejó inundado

de perfumes de santa.

 

Ven, casta Virgen, al reclamo amigo

de un alma de hombre que te espera ansiosa

porque presiente que vendrán contigo

el pudor de la Virgen candorosa,

la gravedad de la mujer cristiana,

el casto amor de la leal esposa

y el pecho maternal que juntos mana

leche y amor para la prole sana

que a Dios le place alegre y numerosa.

 

¡Dios que lo escuchas!, acelera el dí­a,

porque es tu sol incubador y hermoso,

y la noche es estéril y sombrí­a,

la vida breve, el corazón fogoso,

sensible el alma mí­a,

soberano el Amor fructuoso

y Tú eres Padre del inmenso mundo

e hijo yo soy del mundo vigoroso

que te plugo crear grande y fecundo.

 

Alegra mi desierto

con ruido de vivir cuyo concierto

pueda sonarte a coro de angelillos…

Ya ves que entre las hiedras encubierto

hay un nido minúsculo en mi huerto

con siete pajarillos…

 

 

 

 

Nocturno montañés

                                                                               A J. Neira Cancela

 

El oro del crepúsculo

se va tomando plata,

y detrás de los abismos que limita

con perfiles ondulantes la montaña,

va acostándose la tarde fatigosa

precursora de una virgen noche cálida,

una noche de opulencias enervantes

y de mí­sticas ternuras abismáticas,

una noche de lujurias en la tierra

por alientos de los cielos depuradas,

una noche de deleites del sentido

depurado por los ósculos del alma…

A ocaso baja el dí­a

rodando en oleadas

y los ruidos de los hombres y las aves,

a medida que el crepúsculo se apaga,

va cayendo mansamente en el abismo

del silencio que de música empapa.

 

Las penumbras de los valles misteriosos

van en ondas esfumando las gargantas,

van en ondas esfumando las colinas,

van en ondas escalando las montañas;

y el errático murciélago nervioso

raudo cruza, raudo sube, raudo baja,

con revuelo laberí­ntico rayando

las purezas del crepúsculo de plata.

Con regio andar solemne

la noche se adelanta,

y en el lienzo de los cielos infinitos,

y en las selvas de las tierras perfumadas,

van surgiendo las estrellas titilantes,

van surgiendo las luciérnagas fantásticas.

 

Lentamente, como alientos misteriosos,

de los senos de los bosques se levantan

brisas frescas que estremecen el paisaje

con el roce de las puntas de sus alas,

preludiando rumorosas en las frondas

las nocturnas melancólicas tonadas,

la que vibran los pinares resinosos,

la que zumban las robledas solitarias,

la que hojean los maizales susurrantes,

la que arrullan las olientes pomaradas…

y aquella más poética

que suena en las entrañas,

la que viene sin saber de donde viene,

la que suena sin sonoras asonancias,

¡la que arranca la divina poesí­a

de las fibras más vibrantes de las almas!

 

De los coros rumorosos de la noche,

de los senos de las flores fecundadas,

al sentido vienen músicas que engrí­en,

al sentido vienen poemas que embriagan…

es la hora de los grandes embelesos,

es la hora de las dulces remembranzas,

es la hora de los éxtasis sabrosos

que aproximan la visión paradisí­aca,

es la hora de los cálidos amores

de los hijos, de la esposa y de la Patria…

¡El momento más fecundo de la carne

y el momento más fecundo de las almas!

Tendido en lecho húmedo

de hierbas aromáticas,

he bebido la ambrosí­a de la noche

sobre el lomo de la céltica montaña.

 

Más arriba, los luceros de diamantes;

más arriba, las estrellas plateadas;

más arriba, las inmensas nebulosas

infinitas, melancólicas, arcanas…;

más arriba, Dios y el éter…; más arriba,

 

Dios a solas en la gloria con las almas…

¡con las almas de los buenos que la tierra

fecundaron con regueros de sus lágrimas!

 

Más abajo, las robledas sonorosas;

más abajo las luciérnagas fantásticas;

más abajo, los dormidos caserí­os;

más abajo, las riberas arrulladas

por el coro de bichuelos estivales,

por el himno ronco y fresco de las aguas,

por el sordo rebullir de los silencios

que parece el alentar de las montañas…

Los hombres todos duermen,

las horas solas pasan,

y ahora, salen mis secretos sentimientos

del encierro perennal de mis entrañas,

y ahora salen mis recónditas ideas

a esparcirse en las regiones dilatadas

donde el choque con los hombres no las hiere,

donde el roce con los fangos no las mancha,

donde juegan, donde rí­en, donde lloran,

donde sienten, donde estudian, donde aman…

Ellas pueblan los abismos de los cielos

y en efluvios sutilí­simos se bañan,

ellas oyen el silencio de los mundos,

ellas miden sus grandezas soberanas,

ellas suben y temblando se aproximan

a las puertas diamantinas de un alcázar,

y algo entienden de una música distante

que estremece, que embelesa, que embriaga,

y algo sienten de una atmósfera sin peso

que parece delicioso lecho de almas…

¡Oh nostalgias del espí­ritu que ha visto

los linderos aún sellados de su patria!

¡Oh grandezas de las noches religiosas

que aproximan las divinas lontananzas!

 

***

 

Se asoma blanca y tí­mida

la dulce madrugada;

palidecen las estrellas del Oriente

y se enfrí­an los alientos de las auras,

se recogen los misterios de la noche,

las luciérnagas suaví­simas se apagan

y los libres sueños amplios de mi mente

se repliegan en la cárcel de mi alma…

 

Y honda y queda en sus arrullos iniciales,

y habladora cuando el mundo se levanta,

y opulenta en las severas plenitudes

de su música de oro y rica casta,

se derrama por los campos

la canción de la mañana.

 

 

 

 

La canción del terruño

 

De los cuerpos y las almas de mis hijos

yo soy cuna, yo soy tumba, yo soy patria;

yo soy tierra donde afincan sus amores,

yo soy tierra donde afincan sus nostalgias,

yo soy álveo que recoge los regueros

de sudores que fecundan mis entrañas,

yo soy fuente de sus gozos

yo soy vaso de sus lágrimas…

 

Yo el calvario de sus bárbaras caí­das,

yo el oriente de sus tenues esperanzas,

yo la carga de sus dí­as mal vividos

y el insomnio de sus noches abreviadas,

yo el tesoro de sabroso pan moreno

que las manos honradí­simas amasan

de los hijos bien nacidos

y la esposa bien amada.

 

Yo quisiera que los gérmenes fecundos

que sotierran en mis áridas entrañas,

vigorosos y prolí­feros se hinchasen,

y pletóricos de vida reventaran,

y paridos de mis senos a la vida,

por mi haz se derramasen en cascadas

que espumaran en agosto

oro rubio sobre plata…

 

Pero yo soy un decrépito ya estéril,

sin las ví­rgenes frescuras de las savias,

que mis bellas primaveras de otros dí­as

encendieron y cuajaron en sustancias,

¡en sustancias de la vida que rebosan

porque hierven, porque sobran, porque matan

si cuajando en otras vidas

sus esencias no derraman!

 

De la vida que me dio Naturaleza

me sorbieron esas ví­rgenes sustancias,

que en la mano pedigüeña de mis hijos

yo vertí­a en creaciones espontáneas.

El tesoro de mis senos ya está pobre,

seco el álveo que la linfa refrescaba…

¡No pidáis pan al hambriento

ni al sediento pidáis agua!

 

Ya están hondos, ya están hondos los filones

del tesoro que mi seno os regalaba;

con la punta de esas rejas no se topan,

con gemidos y sudores no se ablandan…

Ya mis senos no son cuna de semillas

que en fecundo limo virgen germinaran:

¡Son sepulcros de simientes

en el polvo sepultadas!

 

Y es preciso que renazcan, que rebullan,

que revivan en mi hondura nuevas savias,

que me enciendan fructuosas concepciones,

que me alegren florescencias soberanas,

que me engrí­an madureces olorosas

de cosechas opulentas bien gozadas…

¡Hizo Dios así­ a Natura:

grande y fértil, bella y sana!

 

Pero quiero que los hijos del trabajo

no derritan de su carne las sustancias

en la vieja brega estéril que me oprime,

en la ruda brega torpe que los mata…

No con riegos de sudores solamente

se conquistan y enriquecen mis entrañas.

¡Hace falta luz fecunda!

¡Sol de ideas hace falta!


Noticia Biográfica


José Marí­a Gabriel y Galán (Frades de la Sierra, Salamanca, 28 de junio de 1870-Guijo de Granadilla, Cáceres, 6 de enero de 1905) fue un poeta espaí±ol reconocido por cantarle a las tradiciones campesinas y al contexto rural. Su visión de la naturaleza está atravesada por una visión cristiana y optimista. Sus libros de poesí­a son: Castellanas (1902), Extremeí±as (1902), Campesinas (1904) Nuevas Castellanas (1905) y Religiosas (1906)



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