Edición 41
Escribir es ya tener una casa: presentación de "Casa que respira" de Samuel Jaramillo
Escribir es ya tener una casa
*Nota de presentación del libro de poemas Casa que respira, de Samuel Jaramillo, en Luvina Libros.
Por Robinson Quintero Ossa
Me da mucho gusto presentar Casa que respira de Samuel Jaramillo –número 9 de la Colección de Poesía Letra a Letra, que dirige Luz Eugenia Sierra– en esta otra casa que respira y que es Luvina Libros. Y digo que me da gran placer presentar esta casa de poemas, en esta casa de libros, porque pienso, con juicio claro y determinado, que Casa que respira, por los firmes cimientos de su creación, por el rico e inusual diseño de sus interiores y abiertos, y por la maestría que demuestra el acabado de su arquitectura literaria, está entre las obras de versos que con más interés y asombro, y con más entregada admiración, he visitado en mis últimos años de lector de poesía colombiana.
En Casa que respira –publicado inicialmente en 2002 por Ediciones Estoraques– Samuel Jaramillo reedifica la casa primera, la casa de las fuentes, la casa perdida. Pero –es mi parecer–no mueve al poeta en su intento de reinventarla la nostalgia de su fábula, ni siquiera el relato de su evocación ni, diría incluso, el encanto de su atmósfera de ensueño. Lo que mueve a Samuel, pienso yo, es la historia que hay detrás de su historia –el país que hay detrás de su fachada–, el hecho de que esta casa está hecha de sueño, pero también de tiempo y de memoria, y de desolación y olvido. Por eso la reedifica, le facilita de nuevo asiento, altura y época, trajín y ritmo: la pone a respirar. Es una casa que está en el pasado, pero por igual está en el presente, reinventada sin reformas, sin redecorados, a no ser aquellos que le imprime en sus linderos e interiores la albañilería dudosa del recuerdo.
En Casa que respira, memoria y poesía le dan intensidad a la narración: la memoria recobra la poesía para esta a su vez recobre la memoria. El poeta, entonces, escribe
Desde el taller del ojo reconozco la luz extraña que desciende sobre las palabras que debo usar para hablar de ese tiempo. Palabras de ayer. Esa luz, me entero, es el pasado.
Las palabras sobre las que desciende esa «luz extraña» y que el poeta debe usar para reconstruir su casa, como templadas vigas, una a una, al llamado del carpintero Samuel, le dan obra al lenguaje: «teja», «viga», «cielorraso», «alero», «portón», «contra portón», «puerta», «escalera», «peldaño», «baranda», «ventana», «postigo», «patio», «cocina», «espejo», «biblioteca», etcétera. Pero también, «Samuel» –el primer Samuel, el abuelo lector que contaba historias sobre la Atlántida–, «Estrella», la bella –la tía que iluminaba el hogar con su risa–, «Samuel» –el segundo Samuel, el padre muerto, desaparecido muy lejos, en la lluvia de la selva–, «Soledad» –la abuela de Circasia, allá en el Quindío– y, finalmente, «Samuel» –el tercer Samuel, «Sammy» el nieto, el que hereda esta estancia vacía pero llena de historia, el que la reconstruye desde los escombros, el que canta la saga de esta casa–.
Esa morada que quedó en el olvido después de la mudanza –olvido que poco a poco desmoronó sus muros y llovió sus tejas, que deslució sus ventanas y desgonzó sus puertas, que tornó irreales sus voces, que canceló habitaciones y patinó con polvo y lama las paredes–, es, finalmente, la casa de Samuel Jaramillo, la que el poeta, por obra de los andamios, de las poleas y herramientas de la poesía, reedifica página a página. Pero esta vivienda es muy similar a cualquiera de las viviendas que cada uno de nosotros hemos habitado. Estoy seguro de que una vez que la visita pasa del umbral, en ningún momento se siente extraño en ella, pues sus sucesos en poco o nada se distinguen de los hechos que cuentan el relato de nuestras propias casas. En esta casa ajena, como en las propias, el pasado alucina con voces entre las puertas, con fantasmas que se arriman en los rincones, con leyendas oscuras de la violencia. Por sus afueras, muy cerca, anda, por ejemplo, Jair el pájaro, el asesino arrastrado por su odio.
Horizontal, en su ojo se acomodaba
el cadáver deseado de su enemigo.
En su ojo siempre había un cuerpo derribado
derrumbándose continuamente bajo una lluvia
de sangre.
De este modo, esta Casa que respira –la casa de los tres Samuel–, idéntica a las moradas de nuestra infancia en su paisaje, en sus atmósferas, en sus oficios e historias –pasmosas y trágicas–, es también y al mismo tiempo un país, nuestro país: la Casa Colombia. Samuel Jaramillo no sólo reconstruye desde su inspiración el relato de una casa sino por igual el relato de un país. No sé hasta qué punto el poeta haya sido consciente de esta metáfora, pero en mis pesquisas de lector y de sentidos, en mis rondas por los pasillos de esta morada que reconstruye la poesía, la alegoría no deja de presentirse. La casa que visitamos es también, sin duda, la Casa Colombia, desmantelada, llovida, venida a menos, rondada por el olvido y por los muertos, sin asiento y sin arraigo, con flacas fuerzas en las vigas que empinan su arquitectura, llena de historias bellas pero asimismo terribles. Una casa en medio de la guerra, «flaca y envejecida», una casa que ronronea indefensa y asustada.
Para terminar esta nota quisiera sumar una apreciación. Presiento que con la composición de Casa que respira el poeta nos comparte una verdad, si se quiere consoladora, que es también importante: «escribir es ya tener una casa». Una casa –si se quiere– en el aire, edificada en el lote más baldío de la imaginación, sin nomenclatura en sus puertas, sin lindes en los predios de la memoria, pero al fin y al cabo una casa, que abriga, que da refugio, que respira. Una casa hecha con palabras como adobes pelados, pero firme contra la intemperie, contra el horror y la desesperanza. Una casa que se edifica como un libro: tiene un título de umbral y una portada de puerta, tiene portadillas como zaguanes y página de epígrafe como una inscripción que invita a pasar más allá de los jardines. Y tiene capítulos que hacen de habitaciones separadas pero contiguas, y páginas en blanco como corredores silenciosos. Es la casa de Samuel, la casa de todos, gracias a la poesía menos asustada, menos vencida.
Cuatro poemas de Casa que respira, de Samuel Jaramillo González
Ladridos a la noche
Pero en esta casa también medró
mi adolescencia, mal cosida,
afilada, con sus bordes cortantes.
Allí se le vio entre astillas de palabras
con alas que apenas comenzaban,
golpes de ciego en una penumbra incomprensible.
¡Cuántas noches tumbado observando el cielorraso
siguiendo el itinerario de sus vigas complicadas
mientras escuchaba girar
el peligroso mecanismo de la sangre!
La luz de la luna clara inundaba
el patio lleno de colores
y yo caminaba en círculos
con pasos afiebrados:
mis abuelos dormían
y yo ladraba a la noche
con aullidos silenciosos.
Joven cachorro con los colmillos incipientes
qué iba a saber entonces lo que era la soledad.
Muchas veces, acosado por sedes incesantes,
abría el contraportón,
bajaba las escaleras que protestaban con mi peso
y cerrando la puerta corpulenta a mis espaldas
me lanzaba a la noche de la ciudad.
Había que ver mi desconcierto de dieciséis años
deambulando por calles interminables
donde los neones se entrelazaban
con los rayos de esta misma luna
que desde entonces me persigue, infatigable.
Yo caminaba con pasos largos
dejándome conducir por mis zapatos.
Viajaba a la deriva por calles solitarias
donde sólo de vez en cuando un cafetín miserable
derramaba una musiquilla sórdida
que manchaba el aire limpio de la ciudad.
Los escasos transeúntes extraviados
desfilaban lentamente hacia sus hogares
mientras las ventanas clausuradas de las casas
escondían la lujuria de sus habitantes,
esa mala planta que exhala un vaho venenoso,
mientras ellos se debatían inútilmente entre mantas.
La aguja de la catedral
era un cuchillo en el corazón de la ciudad
y su cadáver, todavía palpitante,
se amontonaba a su alrededor
con destellos derribados.
Yo caminaba largamente por esas calles sin un alma,
mis bluejeans apretando mis muslos jóvenes,
la frente abrasada en llamas.
Sólo mucho tiempo después
la respiración de la noche
hacía que mis zapatos
se encaminaran a mi casa.
Cuando llegaba frente al portón
ya las primeras luces del día
se asomaban desperezándose
y una que otra mujer se dirigía diligente
hacia la misa de madrugada.
Yo subía de nuevo los peldaños crujientes.
Mi abuela que ya se encontraba levantada
alistando sus huestes para la batalla
que libraba cotidianamente en esta casa
me ofrecía algo caliente qué tomar
y me recomendaba que durmiera
pues el desvelo hace daño al alma.
Mi abuelo, que comprendía mejor,
simplemente callaba.
La fachada de la casa verde
El frente de la casa es un telón blanco, enorme,
en bahareque,
pero la casa es verde.
En esa superficie neutra
se ordenan incrustados
los dos portones y las ventanas en pesada madera verde.
Sí, dos portones,
uno para el piso alto ‑un mundo‑,
otro para la planta baja ‑otro mundo‑,
en un extremo de la fachada.
Hay una hilera de ventanas altas con sus postigos,
que dominan la calle
a las que todavía nos asomamos
por horas enteras
los habitantes de esta casa.
Y una hilera más corta de ventanas bajas,
alineadas con los dos portones,
y que tienen una relación inmediata con la calle.
Quien abre las hojas de esas ventanas bajas
tropieza su mirada con la de los transeúntes.
Cuando ellas se cierran,
los niños en las habitaciones frontales
escuchamos las conversaciones de la gente
que se demora bajo el alero amplio de tejas,
sus fragmentos de historias
apenas se separan de nosotros
por el espesor de la pared encalada.
La fachada de la casa verde en esa calle:
cómo viaja aún entre las cortinas de lluvia
o acariciada por la luz amiga de la media mañana.
De sus ventanas se derrama
la canción de las sirvientas
limpiando el polvo en el piso alto.
Invade la calle el olor duro de los hombres corpulentos
que acarrean los bidones de petróleo‑kerosene
para la cocina
y que apenas escuchan las advertencias de mi abuela
sobre el cuidado que deben tener con el piso encerado.
No olvidar la inquietud de los enamorados de Estrella
‑mi tía‑
que esperan con paciencia en el andén de enfrente
que la silueta de la bella
atraviese fugaz
el tablero de cristales de los postigos.
Fachada de la casa verde
viaja todavía entre las cortinas de lluvia:
la lluvia tibia del Quindío
que parpadea
en la media mañana de mi memoria.
Ojo de pájaro
Andaba por ahí, arrastrado por su odio. Pájaro.
A Jair, el pájaro, lo empujaba el rencor.
En su ojo torvo, también era el rencor el que viajaba.
Horizontal, en su ojo se acomodaba
el cadáver deseado de su enemigo.
En su ojo siempre había un cuerpo derribado
derrumbándose continuamente bajo una lluvia
de sangre.
Jair, el pájaro.
El nombre del odio era el mismo
que el de su Ford cuarenta y ocho que hacía viajes entre Armenia y Quimbaya.
Estela de odio era la suya
en la carretera polvorienta.
En la plaza del pueblo tomaba café, cerveza.
La gente lo veía jugando
partidas de billar interminables.
Enmudecidos por el miedo
decían sin embargo en su idioma de ojos:
“Ese es Jair el pájaro. El asesino.”
Jair el pájaro y sus pájaros al caer de la noche.
Polvo de luto levantado por su Ford blanco
cuarenta y ocho.
El pájaro en estas tierras.
De sus uñas descuidadas dependía el destino
del Partido Conservador y del Gobierno.
Del polvo de luto de su Ford cuarenta y ocho.
“Mataron otra familia liberal
en la vereda Buenos Aires”.
Y Jair completaba otra carambola
en el billar de la tarde.
De la mano de mi abuelo
yo también lo veía
tomando cerveza con el alcalde:
“Aquí van a tener que ir pensando
en cambiar de aire los cachiporros,
porque lo que es el aire de este pueblo
les hace daño”.
Así, bien fuerte,
para que mi abuelo oyera con claridad.
En el ojo de Jair el pájaro
vi retratado a mi padre con su maletín
de médico. Vi retratados a mis tíos.
Y a mi abuelo, vestido con su ruana blanca
sobre el vestido de paño y su sombrero.
Llamado
Estoy a punto de dormirme. Pero cuando
me desmorono lentamente por el plano
inclinado que desciende
hacia ese lecho de niebla,
en el borde
siento con nitidez una presencia.
Alguien muy triste está sentado
en el rincón más oscuro de la habitación.
Palpitante, enciendo la luz del velador.
No hay nadie. El rincón en el cuarto
‑sus paredes blancas encaladas‑
se exhibe altaneramente vacío.
Insisto en dormirme.
Pero en medio de la gruesa mancha de sombra
unos ojos, tal vez, también insisten en estar. Ahí están.
Callan en el silencio espeso. No lloran.
Pero una tristeza sin agarraderas
los abruma.
Agitado. Apretado por la garganta,
vuelvo a encender la luz.
Nadie otra vez. La silla callada con mi ropa.
La mesa en la que escribo. La habitación
entera me enrostra su vaciedad.
Son dos veces ya. De modo que me levanto
y despierto a mi abuelo.
El y yo nos llamamos Samuel,
así que el abuelo
me recuerda la historia:
Samuel cree ser llamado una y otra vez
en el sueño por su maestro Elías,
hasta que descubre
que es Dios quien lo reclama.
Contéstale a él directamente]
a la tercera vez, es el consejo de Elías.
La casa de bahareque y tejas
respira bajo la noche.
Blanca la cal, verde la madera,
la casa parpadea soportando
la corrosión de una luna iracunda.
Hace un mes murió mi padre
en la selva lejana, dejando una gran
interrogación. ¿O es en esta
noche desolada en la que ha muerto?
Ha muerto muy lejos. En la selva.
¿No es impensable que haya muerto
mi padre? En el próximo julio
iba a cumplir treinta y siete años.
En medio de la selva
el cuerpo de mi padre
debe estar siendo empapado
por la lluvia sin pausa.
Allá, en la selva, siempre llueve
sin importar lo que abajo sea mojado.
Tengo solo doce años,
pero comienzo a comprender que mi padre,
como todos los muertos, ha perdido.
No podré reprocharle nada por no estar.
Si crezco sin él, ¿es su culpa? Pregunto:
¿es su culpa?
Hace un mes murió mi padre.
Pero es como si hubiera muerto esta noche.
Esta noche entiendo que va a faltar,
y que mis recuerdos suyos
tampoco podrán negarse a recibir
la usura de la lluvia incesante.
Por eso tal vez esa tristeza que abruma.
Por eso esa tristeza que no tiene de donde
uno la pueda agarrar.
De vuelta a mi habitación
acechado de nuevo por las sombras
agazapadas en las paredes de cal
de esta casa , me pregunto por el sentido
de las palabras de mi abuelo. Él es un hombre
sin señores y sus palabras siempre tienen algún rumbo.
Y mi padre era su hijo.
¿No es impensable que en la selva lejana
haya muerto mi padre
dejando una gran interrogación?
Vuelvo a mi cama y apago la luz.
Intento dormir pensando en la lluvia
en la mitad de la selva.
Y en lo que quiso decir la historia de Elías y de mi abuelo.
La historia de Samuel y sus tres llamados.
Noticia Biográfica
Robinson Quintero Ossa es poeta, ensayista y periodista literario. Licenciado en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad Externado de Colombia. Libros de poemas: De viaje (1994), Hay que cantar (1998) y La poesía es un viaje (2004). Ediciones Catapulta publicó en 2006 su breve antología de oficios El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse, y La Universidad Externado de Colombia, en 2013, en su colección "Un libro por centavos", la selección de poemas Los días son dioses. Ha publicado libros de investigación literaria y de periodismo literario. Sus obras de ensayo son: "Un panorama de las tres últimas décadas" para el libro Historia de la poesía colombiana (2009), junto a Luis Germán Sierra, y Libro de los enemigos (2013) “Beca de Creación en Ensayo, Alcaldía de Medellín 2012". Como director de talleres literarios, ha trabajado para la Casa de Poesía Silva, las bibliotecas públicas de Comfenalco-Antioquia, el Taller de Letras de la Fundación Jordi e Serra. En la actualidad orienta los talleres de creación literaria La máquina de cantar y compone, junto a Fernando Linero, el grupo musical El poeta canta dos veces.