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Edición 21

Los ojos suicidas: seis poemas de Ramón Cote



*Los siguientes poemas hacen parte del libro Como quien dice adiós a lo perdido.

El crédito de la foto pertenece a Joaquí­n Puga.

 

 

 

 

La ciudad de los puentes amarillos

 

Cuando llegas a tu casa por la noche

tienes por costumbre buscar esas monedas

que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos

para armar con ellas mí­nimas torres

o altas columnas, según el dí­a.

Quien desde la ventana de enfrente te vea

podrí­a decir que pareces un mendigo

o un vulgar avaro que reúne con codicia

sus posesiones, aunque este no sea tu caso

y aunque a primera vista lo parezca.

 

Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas

denominaciones son restos, gastados

testimonios que entregas y recibes diariamente,

y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando

en su enorme libro de contabilidad,

para saber exactamente el precio que pagas

por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.

 

 

 

 

 

Los ojos suicidas                                                   

                                                            Un salto y serí­a la muerte

                                                            Carlos Drummond de Andrade

 

Un balcón con vistas a cualquier

parte, un inocente cuchillo

guardado en el cajón de la cocina,

una plácida almohada de plumas,

una avenida por donde pasan

carros a gran velocidad

y buses de vez en cuando.

 

                 O también

el fuego de la estufa,

el amplio ventanal de un cuarto piso,

esa corbata verde que cuelga al fondo

del armario, una vací­a botella de cerveza,

una medicina con fecha de vencimiento

caducada.

 

Es suficiente un mí­nimo desajuste,

un mal dí­a, la noticia de una enfermedad

terminal, un adiós definitivo, unas cuentas

imposibles de pagar,

para que todo lo que nos rodea

cambie de signo y nos señale

su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,

para que veamos el revés del ángel,

en su caí­da, para que a nuestro alrededor

todo se convierta en una invitación al exterminio.

 

Unas tijeras, un par de cordones,

un interruptor, un cilindro de gas,

una bolsa plástica del supermercado,

un martillo.

Y así­ sucesivamente.

 

La lista es interminable

para los ojos suicidas.

 

 

 

 

Cuándo decidí­ que ésta fuera mi ciudad

                                                            A Luis Garcí­a Montero

                                                            Nada nos quedará si perdemos nuestras ruinas

                                                            Zgniew Herbert

 

Cuándo decidí­ que ésta fuera mi ciudad

ahora que cae una tormenta en la última semana

de septiembre, y que la niebla avanza

como un ejército sonámbulo desde los cerros

borrándolo todo, con la intención de someterla

al olvido, a la desaparición total,

al amargo exterminio de la memoria.

 

Uno se va enamorando con resignación de sus montes

y de su milagrosa luz metálica de un martes a mediodí­a,

y poco a poco se comprende que su desorden y sus basuras,

sus escombros en las calles y sus diarias demoliciones

se van pareciendo al propio corazón.

 

Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos

y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos,

pero también cuánto nos consuela descubrir en ciertos momentos

que el mundo con todas sus ciudades

está siempre en el sitio donde estamos nosotros.

 

Observo desde la ventana del autobús las avenidas

inundadas este domingo ausente

y funeral, y con los zapatos y las medias empapadas

pienso en Luis a quien acabo de despedir en el hotel

Tequendama y que en pocas horas partirá a su paí­s,

ya en el inicio de un otoño idéntico,

a la ciudad que también fuera mí­a

donde a finales de septiembre aún se puede escuchar,

como un dulce augurio que anticipa el naufragio,

el canto de las cigarras escapadas del verano

que se esconden entre los árboles del parque de Olavide.

 

Pero aquí­ estoy, sin sol a la vista,

en medio de lo que a la fuerza y por amor

y por costumbre elegí­ como mí­o,

sin más remedio que esperar

a que quizás en una calle cualquiera

aparezcan súbitamente todas las derrotas por venir,

y surjan a la vuelta de la esquina

todos los milagros aplazados.

 

 

 

 

Panteón pagano

                                                            El catálogo melancólico de la memoria

                                                            Juan Luis Panero

 

Es serena y sagrada la lenta caí­da del sol

cuando el atardecer del verano detiene el tiempo

y su luz dorada acaricia como un ciego la superficie

de todas las cosas que están a su alcance,

reconociéndolas como suyas,

amándolas más que nunca con sus hábiles manos

de orfebre, livianas y puras, demorándose en ellas

como si fueran la más hermosa de sus filigranas.

 

El ejército rojo del sol final va incendiando los lí­mites

de toda la ciudad. Los muros de ladrillo antes solitarios

y anónimos, los altos edificios de cemento gris

y las inválidas cabinas telefónicas,

parecen por su fulgor acumulado monumentos que el verano eleva

a la altura de los templos, a la contundencia

metálica de lo eterno, como si todas las calles al atardecer

con sus rejas y vitrales y terrazas

se convirtieran en un enorme panteón pagano.

 

En la noche y a la distancia

la memoria y su tinta solitaria realizan

el catálogo melancólico de sus ruinas doradas,

desenterrando bajo los dí­as lo suyo de los veranos,

los dioses que también fueron suyos,

en la más desolada y ardiente de las profanaciones.

 

De la inútil reclamación por sus pertenencias

sólo queda un resto de polvo de oro entre las uñas

y por el aire un fugitivo perfume de magnolias.

 

 

 

 

Las muertes

 

A los dieciséis años

uno de mis mejores amigos del colegio

se pegó un tiro en la cabeza

por una decepción amorosa.

 

A los treinta y nueve

mi más admirado profesor de literatura

murió de hipotermia en un rí­o,

por salvar a su perro que se ahogaba

bajo una engañosa capa de hielo.

 

A los cuarenta y cuatro

un poeta norteamericano que acababa

de conocer desapareció para siempre

en una remota isla al sur del Japón

por ver de cerca la boca de un volcán.

 

Muchos dirán con sangre frí­a

que la impaciencia del primero,

la extrema confianza del segundo

o el imprudente proceder

del tercero, fueron la causa determinante,

como si su explicación pudiera alterar

los resultados.

 

A lo largo de la vida

uno va acumulando muertes

y se empieza a pensar sin quererlo

en cuál de esas será la suya,

si será por amor, Sergio, por lealtad,

Eduardo, o por valentí­a,

Craig.

 

 

 

 

*El siguiente poema es inédito y hace parte de un libro sin publicar del autor titulado Libro de averí­as.

 

 

 

 

Vanity Fair

                                                            Para Juan y Constanza

 

Qué haces esta noche apoyado en la baranda de una terraza

Mirando a lo lejos las luces de los barcos, descifrando

 

las palabras que murmuran las palmeras en el viento,

esforzándote por diferenciar, sin saber muy bien por qué,

 

el sonido que hacen las olas en la orilla oscura,

entre las que llegan y las que mansamente se retiran,

 

mientras fumas un cigarrillo solitario a las dos de la mañana

con un gesto ausente, como si fueras la foto fallida

 

de un director de cine injustamente olvidado

que nunca salió en la portada de una Vanity Fair.

 

Quizás pienses en lo que te espera cuando terminen

las vacaciones y tengas que enfrentarte a todos los fantasmas

 

que allá te aguardan, que allá con sus cuchillos afilados

te quieren dar la más cordial de las bienvenidas.

 

Por eso aprovechas esas últimas horas que te quedan

para disfrutar con tu camisa a cuadros y con el viento en la cara,

 

allá en las alturas donde te sientes intocable,

esa mí­nima pero inmensa libertad de estar ausente.

 

Qué haces a esta hora de la noche

mirando el mar, con cierto ademán suicida en la terraza

 

deteniéndote en todo lo que sucede en el hotel,

como si filmaras una pelí­cula que inicia la primera toma

 

con un lento barrido que va desde los quioscos de la playa

hasta enfocar las luces apagadas de las habitaciones,

 

pasando por las palmeras que agitan sus manos

abiertas en el aire como suplicándote

 

que te vayas a dormir de una vez por todas,

antes de que sea demasiado tarde.

 

Qué haces qué pides qué respuestas buscas desde el piso catorce

mientras la brisa borra la huella de tu cigarrillo al igual que la estela de las olas,

 

ahora que sabes lo fácil que es desaparecer para siempre

y llevarte a la tumba los secretos de tu obra maestra,

 

ahora que sabes que nunca aparecerás en la portada

de una Vanity Fair.


Noticia Biográfica


Ramón Cote Baraibar (1963). Ha publicado los libros: Poemas para una fosa comúnInforme sobre el estado de los trenes en la antigua estación de deliciasEl confuso trazado de las fundacionesBotella papelColección privada (Premio Casa de América), Los fuegos obligados (Premio Unicaja de Poesí­a), Como quien dice adiós a lo perdido y la antologí­a Hábito del tiempo.

Además, es autor de los libros de cuentos Páginas de en medio y Tres pisos más arriba, y de la biografí­a Goya, el pincel de la sombra. Sus artí­culos sobre arte y literatura han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales.



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