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Edición 66

Rilke: Segunda elegía de Duino. Versión de Atila Luis Karlovich



Esta traducción de “La segunda elegía” del ciclo Elegías de Duino de Rilke fue hecha por Atila Luis Karlovich, (Bogotá, 1953), autor de “Secuencias de exilio” (2018), bilingüe y Doctor en Filosofía y Letras (Universidad de Zurich). Haga clic aquí para consultar “La primera elegía”.

 

Las “Elegías de Duino” están llenas de misterios, insistencias, contradicciones, elipsis, temas que se cargan y que se abandonan y se retoman en giros inesperados, personajes recurrentes que se enuncian, pero nunca terminan de definirse con nitidez en el plano conceptual y racional. Cuando las hay, las afirmaciones se hacen inasibles, indemandables. En una enumeración caótica e incompleta podemos nombrar temas y “personajes”: los amantes, nosotros, los animales, la madre, la primavera, el muchacho, el héroe, los artistas de circo, la noche, los niños, las plantas, el mundo... Pero el más célebre, llamativo y especulativo de estos personajes es el ángel que en ningún lugar de las Elegías aparece tan protagónico como en esta “Segunda”. Pareciera que el ángel se remonta a la primera niñez del poeta en la que su madre le acerca la figura del Ángel de la guarda que de una manera metamórfica y contradictoria lo acompañará la vida entera. Mucho se ha insistido en que los ángeles de las Elegías no son sus tocayos de la tradición cristiana. Esto está basado, correctamente, en que Rilke con los años se aleja cada vez más del catolicismo. Y que se va despidiendo del primer ángel que tan cercano le fue. Pero no quiere decir que la raíz de la poderosa figura no esté en sus creencias infantiles y con eso en los fondos de la teología judeocristiana. De hecho, hasta aparece al principio de nuestra “Segunda” una clara alusión al arcángel Rafael que amistosamente acompaña a Tobías en su viaje. Y su actitud amistosa es otra faceta, un aspecto paradójico de cómo son terribles y misteriosos los ángeles del poemario. De cualquier manera, vale la pena tener en cuenta que Rilke, desde que empezó a escribir poesía, siempre volvió sobre el tema del ángel. Su obra temprana es testigo de cómo la imagen infantil se va convirtiendo en otra cosa. Este proceso culmina en las Elegías: el ángel se nombra 18 veces y aparece en todos los apartados, salvo en tres. Entonces, ¿quién o qué es el ángel de Rilke? Podemos decir muchas cosas sobre él, repetir los adjetivos con los que el poeta los caracteriza, interpretarlos, hablar de la transcendencia, del contraste que se establece recurrentemente entre él y nosotros, es decir insistir en su funcionalidad para definir contrastivamente, cuasi ex contrario, la condición humana, argumentar desde la notable ausencia de Dios en la obra y recurrir entonces al segundo nombre del Dios del Antiguo Testamento “Elohim”, que es un plural en hebreo. Hay exegetas que piensan que es un relicto de una antigua religión canaanita dentro del judaísmo y que los elohim son los ángeles, antecesores politeístas del único Yahvé ... En fin, no seríamos los primeros, ni mucho menos, en argumentar desde la semántica, desde la filosofía (existencial y otras) o desde la teología y su arqueología. Todo sirve para acercarnos a la figura del ángel, pero nada alcanza para comprenderla, ni mucho menos definirla. Para leer al Rilke de las Elegías hace falta mucha humildad. Hay que renunciar a entenderlo todo, hay que abrirse a lo numinoso y críptico que a veces lo desespera a uno porque también bordea lo caprichoso. Dije que hace falta humildad y desprendimiento, y digo también que es imprescindible la fe en la poesía, su misterio, su particular epistemología, si es que cabe esta palabra.

 

 

Elegías de Duino

 

La segunda elegía

 

Todo ángel es terrible. Y, sin embargo, ay de mí, 

yo los encaro con mi canto a ustedes, por poco mortíferas aves del alma,

sabiendo quiénes son. Adónde habrán quedado los días de Tobías,

cuando de los más deslumbrantes uno apareció en el sencillo umbral, 

que apenas disfrazado para el viaje, dejó de ser aterrador;

(muchacho al muchacho que, desde adentro, miraba curioso).

Si ahora el arcángel, el peligroso, bajara desde detrás de las estrellas 

un solo paso hacia acá, en un altísimo corcovo 

nos abatiría el propio corazón. ¿Quiénes son ustedes?

 

Oh, tempranamente logrados seres, consentidos de la creación,

horizontes cordilleranos, arreboladas crestas matutinas

de todo lo creado,—polen de la deidad en flor, 

coyunturas de la luz, galerías, escaleras, tronos, 

espacios esenciales, deleitosos escudos, tumultos 

de rabioso, extasiado embeleso, y, de repente, solitarios, 

espejos: que vuelven a recoger en su propio 

rostro la connatural belleza que irradian. 

 

Porque nosotros, donde sentimos, nos disipamos; ay, nos

volatilizamos en nuestro propio aliento; de brasa en brasa

se debilita nuestro perfume. Puede que alguno nos diga: 

sí, tú me penetras mi sangre, esta habitación, la primavera 

se llena de ti… De qué vale, él no puede retenernos,

menguamos en él y en su rededor. Y a aquellos que son bellos,

¿quién los retiene? Contínua apariencia 

surge en su rostro y se va. Como el rocío de la hierba mañanera

lo nuestro se nos escapa, como el calor de una 

comida caliente. Oh, sonreir ¿adónde? Oh, levantar de ojos: 

nueva, tibia, huidiza ola del corazón—;

ay de mí: pero sí, eso somos. ¿Acaso el espacio cósmico 

en el que nos diluimos sabe a nosotros? ¿Será que los ángeles 

de veras solo atrapan de lo suyo, de lo que emana de ellos,

o es que a veces, como por descuido, hay allí algo 

de nuestra esencia? ¿Estamos entremezclados 

en sus facciones solo como eso que hay de vago en el semblante 

de mujeres preñadas? Ellos no lo notan en el torbellino 

de su regreso en sí. (¿Cómo habrían de notarlo?).

 

Los amantes, de entenderlo, podrían decir en el aire nocturno

insólitas cosas. Pues aparenta que todo 

nos disimula. Mira: los árboles son, y las casas 

que habitamos todavía están. Solo nosotros 

pasamos de largo como un trueque en el aire.

Y todo se confabula para disimularnos, mitad 

por vergüenza quizás y mitad por indecible esperanza.

 

A ustedes, amantes, que se bastan uno en el otro, 

les pregunto por nosotros. Ustedes se palpan. ¿Tienen pruebas?

Vean, a mí me sucede que mis manos se entrelazan 

y se comprenden o que mi gastada 

cara se refugia en ellas. Eso me regala un poco

de emoción. Por eso solo, sin embargo ¿quién pretendería ser

Ustedes, en cambio, que en el mutuo alborozo

se acrecientan hasta que el otro les ruega 

subyugado: ya no más—; ustedes que entre sus manos

crecen más abundosos, como años de vendimia;

ustedes que a veces se desvanecen solo porque uno 

abruma al otro: a ustedes les pregunto por nosotros. Yo sé

que se tocan tan dichosos porque la caricia permanece,

porque no se borra el lugar que ustedes, con su ternura 

cubren; porque debajo sienten el perdurar 

mismo. Y así se prometen casi que eternidad

del abrazo. Y, sin embargo, cuando sortean el sobresalto

de las primeras miradas y el ansia al lado de la ventana,

y el primer paseo juntos, una sola vez, por el jardín:

amantes, ¿aún siguen siéndolo? Cuando se alzan uno 

al otro, embocando los labios—: bebida a bebida:

ah, cómo entonces se evade extraño al acto el bebedor.

 

¿Acaso no les sorprendía en estelas áticas la cautela 

del gesto humano? ¿no parecían amor y adiós 

tan ingrávidos sobre los hombros, como si fueran hechos de otra 

materia que la nuestra? Recuerden las manos

como descansan casi sin tocar, aunque la fuerza resalte en los torsos.

Así, contenidos, ellos sabían: hasta aquí somos nosotros,

esto es lo nuestro, tocarnos así; con mayor fuerza

nos aprietan los dioses. Pero eso es cosa de los dioses.

 

Ojalá encontráramos un coto pura, comedida, estrechamente

humano, una franja nuestra de tierra fructífera

entre corriente y pedregal. Porque el propio corazón nos sigue excediendo

igual que a aquellos. Y ya no hay cómo mirarlo 

pasar en imágenes que lo sosieguen, ni en

cuerpos divinos en los que, más grandioso, se mesure.


Noticia Biográfica


Rainer Marí­a Rilke, poeta, cuentista, novelista, ensayista y traductor, nació en Praga el cuatro de diciembre de 1875. Tras una estricta educación en una academia militar, Rilke estudió Historia del Arte y Filosofí­a en Praga y Múnich, se entrevistó dos veces con León Tolstoi en Rusia, fue asistente de Auguste Rodin en Parí­s y murió de leucemia el 29 de diciembre de 1926 en Val-Mont, Suiza. Entre sus obras más importantes se encentran Para festejarme (1900), Las historias del buen Dios (1900), Auguste Rodin (1903), El libro de las imágenes (1902-1905), El libro de las horas (1905), Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), Las elegí­as de Duino (1922) y los Sonetos a Orfeo (1922). 



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