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Edición 49

Prólogo de Santiago Espinosa a "Rostro de tierra" de Mery Yolanda Sánchez



Plegaria en las cenizas

 

Por: Santiago Espinosa

 

Asombrado, vengo asomándome a la poesía de Mery Yolanda Sánchez con el dolor y el desconcierto de lo que nunca hemos querido ver. La dureza de sus paisajes no es una vocación hacia el espanto, es el doblez de lo que a diario ocultamos. Un país anónimo, lacerado entre los muertos de ayer y las noticias del mañana, y del que el poema es su silencioso testigo. Estas palabras nos recuerdan nuestra cínica indolencia, son una suerte de memoria insepulta como insepultos son los muertos de nuestra atávica realidad. Aparecen en las páginas para decirnos que hay una oscura vecindad entre la orquídea y los despojos, que los realmente muertos somos nosotros que olvidamos y cantamos, mentimos para parecer conformes, pues bajo el fuego de casas y rutinas sigue alumbrando la presencia de un millar de desaparecidos, su marcha de finales inconclusos:

 

 

Últimas páginas

 

Has tenido suerte, caíste en el patio donde crecen los niños que no piden un nombre sobre la tierra. No has podido contar los años que llevas descalzo. Te encontrarán con la tierra de tu patio en el rostro. Una que otra hormiga se deslizará por tu ceño dolido. Una fruta traerá un poco de ti. Tu madre volverá a lavar culpas en las piedras del agua que te habló por primera vez de primavera. Y tú habrás olvidado que te llamabas Carlos y que las lluvias te han dejado sin color.

 

 

Ningún poeta colombiano, de esta o de ninguna época, ha visto nuestras violencias con tanta cercanía. Las ciudades ignoran y desprecian con brutal eficacia, Mery Yolanda contrapone una doliente solidaridad. Nuestras violencias borran los rostros y confunden los nombres, dejan túmulos oscuros en el lugar de las huellas. Ella se duele en los cuerpos cercenados como en su propio cuerpo. Devuelve un rostro a los desaparecidos, y un nombre, imaginando las promesas irresueltas de cada vida que se trunca. Los poderes, siempre distantes, anestesian la barbarie con cifras y distracciones, calculan y abstraen, pero esta poeta conversa con los fantasmas en un monólogo íntimo, como quien les recobra en las palabras una usurpada singularidad.

 

Poemas escritos al límite, su resultado no puede ser otro que la esquirla o la prosa. La inercia de estas atmósferas nos lleva a la tenaz descomposición, pero Mery Yolanda imagina, se resiste a que estas masacres se vuelvan habituales. No hay retornos, palabras que sirvan como conjuro, el pasado es una herida que se lleva en el costado, un patio asesinado y una casa quemada, pero esta poeta recuerda, habla consigo misma en la confidencia del que nunca miente, para advertir que todavía hay algo vivo y honesto en lo que a diario asesinamos, que las madres y las viudas, los niños ultrajados y los compañeros muertos, nunca estarán del todo solos mientras ella escriba.

 

Todo un país, con sus masacres y sus destierros, su ninguneo y su despojo, se ha empozado en el cuerpo de esta mujer. Su búsqueda de un rostro para los que desaparecen, solos y absortos bajo la tierra, coincide hondamente con una persona que ha trazado en la tierra, en las cenizas, las marcas de su propio rostro, que ha puesto a habitar en su cuerpo la presencia de los que no tienen cuerpo, aceptando, sin defenderse, que las voces y lamentos de los otros se expresen por su voz.

 

En estas regiones, ásperas y difíciles, parece que no alcanzara una palabra de belleza para alumbrar los vacíos, una plegaria en la cenizas, sin dioses ni ley. Si el poeta deja semillas lo hace sobre las calaveras, pues “no fueron suficientes los arrullos de las plantas para salir de la casa donde los ahorcados elevaban sus lenguas”. Quien ríe, en el decir de Bretch, “es porque no ha escuchado la última noticia”.

 

Ante un país que logró matar a la muerte con total descreimiento, hasta al arrinconamiento de las aventuras, toda música encubriría el espanto de este silencio unánime, todo paisaje tendría la marca fantasmal de los espantos. Había que “aprender a cantar para ahuyentar el miedo”, recordaba la madre en alguno de estos poemas, y el miedo siguió entre las habitaciones sin importar la belleza del canto.

 

Desplazada la música quedó en su lugar esa actitud del que resiste, aún con la boca amordazada, una dolorosa lucidez y una ironía oscura: último vestigio de salud para una historia enferma. En el duelo de todas las resistencias: “te enredaste un poco de sal que no hacía falta porque vacas y maíz dejaron de resistir”, Mery Yolanda Sánchez sigue insistiendo en sus naufragios, sabe que no habría otra manera ética de vivir entre los muertos. Y ofrece estos poemas como las cuentas dolorosas de un rosario roto, pregunta y reclama con los vidrios en sus manos, aún bajo el riesgo de herirse las manos:

 

 

Periódico viejo

 

Cuando ya no importa

que los muertos se mojen

es fácil cubrirnos de la lluvia

con un periódico viejo

las manchas de las noticias

se deslizan por el cuello

dejando nombres propios en la piel.

Recorremos el invierno

atragantados con los mismos titulares

de ayer, de mañana y cien años más

con un hombre inmóvil en cada semáforo

como última señal

de que estamos cambiando de piel

 

 

Como en Paul Celan, esta palabra es el reflejo de un lenguaje en crisis, sabe que su materia ha sido genocidio y propaganda, que en sus mismos vocablos se han ordenado las matanzas hasta hacer del lenguaje un implacable cuchillo. Desde esta conciencia un arrebato de alegría sería cómplice de la barbarie, la superficialidad un olvido inclemente frente a la profundidad de las fosas. El poeta debe encontrar su verbo en las regiones del vértigo, purificar sus expresiones en una rigurosa alquimia que sólo admita en sus marmitas una palabra necesaria. Cualquier simulación falsearía la evidencia, todo descuido lingüístico redundaría en un irrespeto irresponsable con el dolor que las palabras nombran.

 

Si algo sorprende de estos versos, siempre justos, es que no caen en las miserias del primer plano. Logran acercarse a los horrores sin usurparles su misterio, como si el poema les diera a las víctimas la honra funeraria que nunca tuvieron.

 

Poesía valiente, en el más alto de los sentidos. Desde su primer libro, La ciudad que me habita, hasta los estremecedores poemas de Gradaciones, que incluye sus trabajos más recientes, esta poeta ha sabido mantenerse fiel a la herida que la reclama, nunca se tranza ante el olvido de los sistemas. ¿Cuándo podrá nuestra poesía recobrar el vuelo, hacer de unas palabras cuchillo unas palabras promesa; amorosas y delicadas, que sueñen o se seduzcan como lámparas encontradas? Esta poesía, a la manera de Walter Benjamin, pareciera recordarnos que hasta no realizar las promesas de un país irrealizado, supurando su olvido entre la tierra anónima, no puede ni debe haber una palabra sosegada, poemas que alumbren al mismo tiempo que nos consuelan.


Noticia Biográfica


Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crí­tico y poeta. Estudió Literatura y Filosofí­a en la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas publicaciones de su paí­s y del exterior. Fue jefe de redacción del periódico La Hoja de Bogotá hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para La Opera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fue publicado en Ecuador por El íngel Editor en Junio de 2015. En mayo la editorial Valparaí­so de Granada, Espaí±a, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.



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