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Edición 35

Dos poemas inéditos de Álvaro Rodriguez Torres



En el azul final

                                                            Porque es la suficiencia lejana de la gloria

                                                            Lo que empobrece nuestro intento.

                                                            E. Dickinson

 

                                                            ¿Amará menos Dios a los que amamos

                                                            Y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?

                                                            E.Pound

 

I

 

Cuervos. El vuelo compartido

En que avanzan desde el horizonte

Hacia el ojo, hacia el iris compasivo;

La extasiada furia de un trigal

Bajo un cielo contundente

En su azul ominoso. Nubes solitarias,

Como Budas, y un camino indeciso

Que se pierde en la ocre desnudez

                           [de su enunciado.

 

Un cuadro, el último pintado

Por Van Gogh, recuperado en su fuerza,

En su augurio legí­timo,

Por la sensual inmediatez de la memoria.

 

 

II

 

Cae la tarde. El dolor acompaña el dí­a

En su declive, y la herida que elegí­

Me debilita. Con todo, aun puedo apoyarme

En lo que soy, en lo que fui, en la ambición

Del deseo, mi impaciencia reconciliada

Con la soledad de la belleza sin consuelo,

Mi vida circunscrita a una esperanza

No menos imparcial que imaginada;

Y si acaso no es así­, Theo, piensa en mí­

Y permite que lo crea, pues más que mi vida

Te debo el sentido de mi vida

En la dirección de su espí­ritu.

Como Jacob, también hube de luchar

                           [con el Angel,

Convocado por la incandescencia

Y sometido a su juicio.

 

 

III

 

La pintura llegó como un incendio

A los ojos de mi pensamiento solitario;

Como el silencio de una oración extraviada

Entre la voz y el recuerdo,

Como la luz a la mañana del desierto;

Una mediación sin sombra, adivinada

Por la verdad privilegiada del color,

Pues la pintura es la versión final

                           [de la luz,

El corazón latente donde comienza

Y termina su sangre; un templo

Ante cuyo altar mis manos arden

En ofrenda, como cirios.

 

 

IV

 

Confiada, la tarde avanza sin saberlo

Hacia un horizonte que naufraga,

Reducida a un fulgor marí­timo

Que se desvanece y huye

En cumplido acorde con los pájaros;

Reducida a una sombra insoslayable

                                [aunque incompleta,

A un cuaderno de bitácora

Donde las primeras estrellas de la noche

Dan cuenta del lento y discursivo

                                [rumor de las aguas,

De la inercia casi mí­stica del sol a esta hora

En que desaparece frente a Saintes-Maries-de-la-Mer

Donde alguna vez, en el consuelo del verano,

Pinté unos botes pesqueros,

Y en donde, en intención y en recuerdo ,

He vuelto esta noche como se vuelve

A un cuadro aun sin terminar,

A una obra que pertenece tanto

Al abandono, que niega,

Como a la renuncia, que concede,

Ya ajeno en mi sol negro a su reclamo,

A su frustrada dignidad,

A su abnegada impaciencia.

 

 

V

 

Vuelvo ahora la mirada hacia

                            La muerte,

Hacia el sueño borroso y la imagen

Rezagada de su ortodoxia jacobina,

Ya libre de lo que soy y la audacia

                                      De la pena;

Lejos del mundo y del ayer,

Que no es todo el pasado;

Lejos del tiempo que,

Como una antigua pedrada,

Aun llega a mi recuerdo de animal

                                       [acosado.

Viví­ y ahora muero cerca de tu nombre,

Querido Theo, tu nombre venerado

                                       [por mi oí­do,

Un nombre ya indeleble, a salvo

De lo que pueda afirmarse, negarse,

                                       [o aun llegar.

En mi carne fui menos que la herida,

En la máscara del tiempo.

Donde el aire se acaba

Queda el firmamento.

 

 

 

 

Carson McCullers

 

1

 

Se  precipitó en el sentimiento

y buscó en su corazón

la tristeza atendida por la gramática

con que redactarí­a sus libros.

Hija del Sur, nieta de sus escombros

                                           [humeantes,

una temprana añoranza

iluminarí­a sus páginas

con la luz ya sin rostro

en la distancia del atardecer,

vuelta un fulgor nocturno

en su afirmación autobiográfica,

en el color oracular que precede

                                           [a las horas

que aun han de soñar con otro Delfos,

con su voz doblegada por el secreto.

 

 

2

 

Porque ¿quién podrí­a decir lo que dice

                                              [el poeta

sin otra paciencia argumental

que la del tiempo mismo,

el tiempo de Ofelia y el agua encontrada

                                              [del destino,

lejos de la escrupulosa e innegable preceptiva

que el silencio sueña para sí­ mismo?

Tal vez Carson se planteó esta pregunta

y habló entonces con su memoria,

con los minutos que brillan en la tarde como espejos;

y es a la luz austera de su propia revelación,

de inclemente nostalgia en páginas de felicidad

                                              [desconocida,

que reconocemos su obra

en la mirada aun intacta de sus palabras,

en la presencia audible

y el brillo concentrado de sus sueños,

heredera como es

—y en donde no está sola—,

 

del momento imaginativo que pactó con los ojos

la descripción de un mundo en llamas:

el amarillo escarlata

del incendio de Atlanta, por ejemplo,

o en rostro de nieve en la sombra

de Scarlet O´Hara,

un mundo de sumada obstinación y orgullo

                                               [insepulto,

que en obediencia al dictado inapreciable

                                               [de la mí­mesis,

también darí­a vida a las historias amplias

aunque conclusivas y dementes

de la saga del Condado de Yoknapatawpha,

pues algo ha hablado en el dolor

desde su verdad edénica, sucesiva.

 

 

3

 

Confinada por la enfermedad,

sorprendida por la lectura de su propio arrojo,

aun tuvo fuerzas para volar a Irlanda

invitada por John Huston,

“Como un ángel sobre las alas del sonido”,

debió pensar con un verso de Wordsworth

                                               [ya medio olvidado,

pero alguna vez, sin saberlo, proféticamente leí­do.

 

 

4

 

Al final nos quedan sus libros

como citas a pie de página del milagro,

tan dignos de la fe y la hábil convicción

                                           [de su mano,

como lo fueran de la noble y gótica

admiración de Isak Dí­nesen;

libros que consiguen enaltecer el aire

allí­ donde el brillo del aire

triunfa en su nombre

sobre el silencio del sol,

pues sólo hay ejemplos para las excepciones.

 

 

 

 

Vea también: «Poemas» de Ida Gramcko: selección de Ediciones Letra Muerta


Noticia Biográfica


ílvaro Rodriguez Torres nació en Bogotá en 1948. Poeta y traductor. Libros de poesí­a publicados: Recordándole a Carroll (1981); El viento en el puente (1990); En alabanza del tiempo (1993); Para otras voces (1999); Seis libros y uno menos (2005). Libros de traducciones publicados: Vito Grandam, Ziraldo Alves Pinto (1991); Agosto, Rubem Fonseca (1994); Os Cangaceiros, Maria Isaura Pereira de Queiroz (1992); Poemas en prosa, Baudelaire (1994); El pintor de la vida moderna (1995); El reino del caimito, Derek Walcott (1996); La vida vivida, Vinicius de Moraes (1996). Su trabajo ha sido distinguido con el Premio Hispanoamericano de Poesí­a “Octavio Paz” (1988), el Premio Nacional de Poesí­a “Eduardo Cote Lamus” (2002), y el Primer Puesto en el Concurso Nacional de Traducción de Poesí­a Francesa (2003). Es Asesor Cultural de la Biblioteca Nacional de Colombia.



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