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Edición 26

Mendoza: un pasajero de aguda conciencia. Reseña de libros



Por Diosce Martínez

 

El poeta es también pasajero, observador atento que examina cada rostro, cada gesto humano que exhibe con prisa el cansancio y  la rutina en un autobús. Néstor Mendoza va en ese animal metálico que se detiene solo por la luz del semáforo o la voz que pide parada. Suda en ese ritual cotidiano y dice que no es un extraño, que su vida se cruza con los pesares, con los sueños de otros.

 

Mendoza nació en una ciudad venezolana llamada, Maracay, en el año 1985, se podría decir que se dio a conocer oficialmente en el mundo de la poesía, luego de ganar el IV Premio Nacional Universitario de Literatura “Alfredo Armas Alfonzo”, organizado por la Universidad Simón Bolívar, con su obra: Andamios (Equinoccio, 2012).

 

En esta oportunidad presenta su segundo libro de poemas Pasajero publicado por una editorial naciente en plena crisis, pero que promete esperanza y luz para la poesía venezolana: Dcir ediciones fundada por el artista de fama internacional Carlos Cruz-Diez, la poeta Edda Armas y la diseñadora Annella Armas.

 

Esta obra divide en tres partes constituidas por 28 poemas. Bien es cierto que  prevalece el verso libre, pero se destacan dos composiciones poéticas antiguas: Una sextina en el poema del mismo nombre y una cuaderna vía en los versos de “Prisionero”.

 

Asimismo, Pasajero ha sido elogiado por poetas como el español, Francisco José Cruz que describe una obra de aguda conciencia que contiene poemas hondos y bien logrados.

 

No hay duda de que Mendoza con cada publicación se consolida como poeta y con cada letra señala una virtud.

 

A continuación se presenta una selección de poemas de Néstor Mendoza

 

  

                                                            De Pasajero (Dcir ediciones, 2015).

 

Pasajero

 

El abrazo de los pasajeros

en este espacio limitado;

el abrazo accidental que nadie pide,

que llega como ofrenda.

 

Cuerpos extraños se acercan,

brazos que sujetan el acero,

hombres con sus viandas cruzadas en el pecho.

 

Hay un poco de inocencia

en estos perfiles:

algunos cierran los ojos

en un sueño momentáneo,

se dejan detallar, auscultar.

Sin que lo noten, prestan una mueca íntima,

un gesto breve.

Admiro a las personas que duermen

en el autobús, ofrendan el sueño y no lo saben.

 

El pasajero anciano y el pasajero joven

se encuentran en el mismo asiento,

comparten la misma ruta y no lo saben.

Se dejan llevar a otra avenida, para extraviarse,

mudar de una vez el trayecto establecido.

 

La mujer que anticipa su parada

se desplaza entre tantos,

rozan su cuerpo y nada dice.

 

El riesgo me ha hecho que mire a la cara,

ver qué hay en los ojos, si hay maldad dormida.

Gente buena me mira, en el bus, y escarbo

su costado amable, muy adentro.

La mirada serena cuesta mucho.

Repito una oración incompleta,

que me sirva de ángel, que salve el trayecto.

 

El semáforo es una buena excusa

para pensar en los trámites del día.

Es suficiente la transición

sin pausas del rojo al verde,

es mi casa la brevedad del amarillo,

los tres segundos

que unen ambos colores.

 

 

 

 

Dócil

 

Tus proporciones se mantienen firmes

y sobresalen,

como una manera de decir

que aún la belleza de las formas

merece las caricias del amante.

 

No deberías estar quieta en esa tabla.

Incluso debajo de la piel amoratada

se logra ver un cuerpo bello.

 

Una cantidad indeterminada

de puños se ensañó contigo.

Quebró la longitud blanca del hueso,

en partes que no pueden armarse de nuevo,

o que yo, particularmente, no sé armar.

 

Pero todo ya pasó; no temas,

tu presencia se ha vuelto dócil.

Lograron apaciguar tus quejas

con el batazo rotundo en la frente.

 

El primer golpe vino desde atrás.

 

No te diste cuenta de la succión

y del desorden de manos,

de lo que se alojaba adentro

(las caricias que nunca se pidieron

y aquella viscosidad repulsiva).

 

La mesa metálica, plancha fría,

para extender tu figura.

Todo debe permanecer ordenado:

las manos no desparramadas

o colgando su inmovilidad.

La desesperación requiere

de un cierto orden,

incluso tu cuerpo

que ya no sabe cómo respirar.

 

La horizontalidad toma espacio,

y ahora tú eres superficie.

Busco un culpable:

no hallo al criminal.

Hay cuerpo sin sombra movible,

pero no mano que golpea y extrae la vida.

 

Tu organismo debería estar de pie.

Se supone que el cuerpo horizontal

solo es digno en el amor.

 

 

 

 

Gestos

 

Me olvido de las palabras, no las oigo,

no puedo oírlas, solo percibo

el movimiento, la articulación y sus

distintos modos de amasar significados.

 

Conozco los detalles,

las arrugas que tu boca

hace cuando hablas.

 

Para mí, no existe una sola cara:

puedo interpretar muchas sonrisas

que me indican tu aprobación,

cuando ignoras sin querer

y amas sin que te des cuenta.

 

Qué hay de este lado de los gestos sin

sonido, pregunto, qué hay detrás. Y nadie

responde. Todo llega por retazos.

 

Mi certidumbre es saber

que no me hace falta el ruido

si conozco la textura de tus gestos.

 

 

 

 

Fe de vida

 

El animal estaba dormido o muerto en el suelo:

acerqué la varilla y hurgué en la suavidad interna.

Quiero comprobar si aún la vida puede manifestarse

con espasmos y secreciones,

                    o solo es quietud, inmovilidad y silencio.

Está en el piso, mitad cemento mitad arbusto,

y los insectos rodean su calma, pinchan la carne.


Noticia Biográfica


Diosce Martí­nez (Venezuela, 1988). Comunicadora social y promotora cultural. Actualmente se desempeña como periodista de la editorial independiente Letra Muerta. Colabora en revistas nacionales e internacionales. Además es creadora de la cuenta Poesí­a venezolana en la web y compiladora de la antologí­a Tiempos grotescos, poesí­a venezolana reciente (2016).



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