TEXTOS

Anterior
Volver al inicio
Siguiente


Edición 17

Carlos Satizábal: selección de su poesí­a



Un perro

 

Para denigrar de la nobleza y la lealtad nombramos tu raza como insulto.

 

Pero gentes más sensibles que habitan los valles de la sal

ven en ti al guí­a de los sueños,

al mí­tico señor de los caminos de la muerte.

 

El agua te reconoce como hermano y te lleva por sus cauces

como suave hoja que cruza las orillas.

 

El juego es tu elemento.

 

Tu olfato guarda las huellas del retorno

y tus ojos bellos recuerdan el desamparo de nuestro amor.

 

 

 

 

Éxodo

 

En estos altos valles no ha brotado agua una

sola vez en noche o dí­a, y sólo blanca muerte

y negras calaveras vela la sangrienta luna.

Cantan en olas huyentes su más trágica suerte

largas caravanas, y sueñan vivas con un lago

puro. Ondea en sus sienes el polvo por bandera.

-¿Es lluvia que se acerca ese rumor distante y vago?

Piensa ardiente el pueblo en sus cantos de la espera.

Pero el sol ya vislumbra en soledad, tras montañas

orientales, sordas horas rojas de inclemencia.

Somos fuego y agua, y sobre el mar arde el arado.

¿Qué hondos horizontes de vací­o y demencia

buscamos? ¿No nos bastan, amigos, las hazañas

de la muerte en los valles furiosos del pasado?

 

 

 

 

Los huyentes

                                                            Fair is foul and foul is fair.

                                                            William Shakespeare.

 

Caerá sobre los ojos sin lágrimas la sal del olvido

y sobre los labios mudos del grito el barro de la locura.

Huiremos por los campos arrasados, sin flores ni duelo

a sepultar más hondo a nuestros muertos, con premura,

espantando a las bestias carroñeras del cielo

y a los perros hambrientos que devoran lo perdido

y aúllan a la luna los huesos desolados de sus amos.

Una lluvia de arena roja quemará nuestros oí­dos

y el viejo olor de la muerte ahogará las huellas que pisamos.

Ni el agua ni el viento ni la espuma de los venenos

ni el trueno de las bombas, podrán detenernos.

Lo bello es horrible y lo horrible es bello,

a través de la niebla, por el aire impuro vagaremos.

Haremos nuevos caminos sobre la selva que se puebla.

Habrá otro suelo y buenas semillas qué cultivar.

Otro azul será el cielo y una casa nueva habitaremos,

Haremos arepas frescas y pan de maí­z frente al mar

y beberemos en las mañanas el café recién colado.

Somos los huyentes que jamás se han ido. Los que nunca se van.

 

 

 

 

Rí­o de tumbas

                                                            Esta tierra es muy suave, muy tibia, nada estéril,

                                                            y la fecundan largos rí­os de dolor.

                                                            Porfirio Barba Jacob

 

He descendido de otras orillas,

mis ojos vuelan en la hondura,

mis labios no musitan quejido alguno

pero oigo y pienso y hablo pensamientos.

 

Otros vienen conmigo, los siento y los sueño.

Oigo el rumor de sus espí­ritus y les pienso

y ellos piensan y sueñan para mí­ sus recuerdos.

Muchos llevan quinientos y más años navegando.

 

La loca algarabí­a de los peces

se enreda en el tejido de tantas voces mudas.

Alguien canta y el agua apenas se detiene

y tierra abajo besa su canto las rojas orillas.

 

El humo y las llamas y el aullido solitario

de los perros sin amo se alzan a dios,

muerto también. Dios no viaja con nosotros.

Dios vaga solo en el alto aire sagrado.

 

Los perros persiguen su cola y gruñen y aúllan.

Oigo en el sueño las varias voces de mi perro

y el ronronear de mis gatos en el jardí­n.

 

Igual otros piensan y oyen la voz de sus animales:

sus vacas perezosas arrimando al ordeño,

sus mulas tercas subiendo y bajando las lomas del invierno.

 

A mi lado la maestra canta nuevas rondas africanas

y los niños dibujan en el cielo de humo los mapas perdidos.

Somos pueblos del agua, de la tierra ardiente, del mar amoroso,

de los páramos de luz, de las altas lagunas de alabastro.

 

Unos apenas recuerdan el rumor del agua

en la orilla arcillosa del rí­o donde nacieron.

Y otros guardan sólo una sombra del relámpago de las altas lagunas.

O un rojo destello del calor en el espejo del mediodí­a.

 

Pero todos en nuestro rí­o anhelamos una arena última. Una playa sola.

Una roca serena que lenta se disuelva en el viento de los siglos.

Todos. Aún aquellos que llegamos del rí­o más secreto u olvidado,

y ya somos sólo canto, rumor del agua en la memoria inútil.

 

 

 

 

Asciende el amor a la sombra

 

Llega tu hoja de oro con su suave viento.

 

Luego del amor y del soplo del amor

y de tu hoja de oro en el viento

vendrá el silencio y la liviandad del cuerpo.

 

El cuerpo,

pesado en el ascenso,

será un soplo en la cima de la montaña.

 

Allí­ es el cielo inconmensurable de la paz y el silencio.

 

Ni el carro atasca sus ruedas

ni el cuerpo ni la memoria ni el pensamiento pesan.

 

Tampoco pesa tu amor ni la hoja de oro de tu amor.

 

Vamos a las mansiones del frí­o.

La esperanza y la enfermedad cesan,

ya no hay dolor ni anhelos.

 

La muerte nos acompaña con su quietud y su luz.

 

La muerte está siempre– dice otra voz

(también trae una hoja, muy antigua, y un poco de viento en ella).

 

Desde antes de llegar alguien, tú, yo, o los otros amores,

desde antes de la ternura de cada encuentro y la desnudez de cada desolación,

la muerte habita estos vientos.

 

Canta, amor, canta la sombra de las hojas al dibujar con su levedad el jardí­n

-raras veces florece este jardí­n-.

Canta, canta amor mí­o, con las hojas que traes y su viento, canta.

 

Al otro lado de tu viaje hay otra selva,

de quietud y flores y hojas y sombras eternas en el aire,

y la antigua y sagrada intención del oro.

 

Esas hojas y su viento, esa intención y sus flores, harán eco de tus cantos.

 

Canta, canta amor mí­o, con las hojas que traes, con el viento de cada hoja.

 

Canta con el pájaro que recuerda con sus alas abiertas

la arboladura memoriosa de los bosques

y anuncia en los cí­rculos de su vuelo este descenso a la levedad. Canta.

 

Tras nuestro bosque de sombras, un jardí­n más vivo ya se marchita sin tu voz.


Noticia Biográfica


Carlos Satizábal es poeta, teatrero y escritor. Profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia; allí­ ha coordinado el área dramaturgia de la Maestrí­a en Escrituras Creativas, dirige el curso-taller Dramaturgia en la Escuela de Cine y TV y es investigador del Centro de pensamiento para las artes, el patrimonio cultural y el acuerdo social CREA. Su libro La Llama Inclinada fue Premio Nacional Poesí­a Inédita 2012, su obra Ellas y La Muerte -sueí±o de tres poetas- premio de dramaturgia ciudad de Bogotá 2012 y su obra Ensayo del Eterno Retorno Femenino ganó el Premio Iberoamericano de textos dramáticos CELCIT, Buenos Aires (2015). Trabaja en la Corporación Colombiana de Teatro (CCT): en procesos de creación teatral con población desplazada y ví­ctimas de la guerra colombiana; allí­ fundó con Patricia Ariza Tramaluna Teatro, grupo con el que monta sus obras. Su obra La Libertadora: Amor de Manuela y Simón o Sueí±o de un Paí­s no Fundado, estrenada en Quito en las celebraciones del Bicentenario fue recientemente re-estrenada con Tramaluna Teatro y su texto publicado por la Universidad Distrital. Su obra Nuevas masculinidades, una conferencia de actor la publicó en edición bilingí¼e el Journal of Latin American Encounters (LAE – Toronto). Y la Universidad Nacional de Colombia publicó su obra La muerte o cómo enterrar al padre en la Antologí­a teatral y en 2015 su libro de ensayos Polifoní­a de la Presencia y las Escrituras.



Articulos relacionados