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Edición 2

Poesí­a y dinero



En octubre de 1922 The Waste Land fue publicado por dos revistas en ambas orillas del océano: The Criterion de Inglaterra el 16 de octubre y The Dial de Estados Unidos el 20 de octubre. Los meses previos a esa fecha presenciaron una agotadora discusión entre Eliot y los editores por el monto que debía recibir el poeta como compensación. Scofield Thayer, editor en jefe y copropietario de The Dial, había ofrecido inicialmente 150 dólares a Eliot, oferta que Eliot rechazó pues consideraba que no debía recibir menos de $250 (en esa época el ingreso nacional de Estados Unidos per cápita era de $750). Finalmente, luego de un sinuoso cruce de cartas y gracias al influjo de Ezra Pound, se acordó que Eliot recibiría $150 por el poema y The Dial Award, premio que dotaba al ganador de $2000. En su artículo “The Price of Modernism: Publishing The Waste Land”, Lawrence Rainey calcula que Eliot recibió un total de $2,800 como compensación económica por The Waste Land, cifra que incluye el dinero que recibió de los honorarios de las ediciones del libro. Según los cálculos de Rainey, ese dinero serían $45,000 o $55,000 en 1991 (año de la publicación del artículo). Es de suponer que hoy, 24 años más tarde de tal estimación, el precio sea mucho mayor.

 

Este episodio introduce la pregunta por la relación que debe (o no) existir entre la poesía y el dinero. A grandes rasgos la discusión es la siguiente: unos creen que los poetas no deberían aspirar a ganar dinero; otros creen que la poesía, como cualquier otro oficio humano, requiere de un salario justo y elevado que represente la calidad del trabajo publicado. No creo que se trate de una discusión inane o que haya pasado de moda. En el mercado actual de la poesía existen, como en cualquier otra empresa, grandes desigualdades que podrían parecer injustas a un ojo mínimamente crítico. Por ejemplo, Billy Collins, el poeta norteamericano, vendió en 2011 solamente 18,406 copias de su libro Horoscopes for the Dead, cifra que la revista New York considera que equivale a $44,177 en este artículo (http://nymag.com/news/intelligencer/topic/poetry-2011-12/?mid=nymag_press). Por otra parte, hay un sinfín de poetas completamente pobres que reciben nada o casi nada por sus poemas: poetas que deambulan por los cafetines, poetas que despotrican contra el establishment literario, poetas que murieron si ver publicados sus poemas, etc. Hay tanto reyes como medigos, ricos y pobres, señores y siervos.

 

Charles Simic, en un artículo llamado “Poets and Money”, aborda la discusión y toma un lado del debate. Según su opinión, la razón por la que se hizo poeta no tiene nada que ver con la poesía. Y su postura es la que generalmente tiende a prevalecer entre los círculos literarios: el poeta, por alguna razón desconocida, no puede y no debe vivir de la poesía, a diferencia de su primo el narrador o el cronista. El poeta, entonces, deberá buscar un segundo trabajo donde pueda ganar algo de dinero. Parte de esta visión supone que la poesía es algo que se hace por amor, por el arte mismo.

 

Puede que para entender lo que está en juego sirva la noción de lo que es un producto. Tal como lo veo yo, quienes en última instancia defienden la separación entre poesía y dinero lo hacen porque esencialmente defienden que la poesía no es un producto. Un producto es un bien que requirió de cierta cantidad de trabajo para ser producido y, por tanto, representa cierta cantidad de dinero. Lo particular de la poesía, entonces, es que no puede representarse en términos monetarios: existe algo que impide que se haga el equivalente entre un poema y una cantidad de dinero determinada. La poesía no podría inscribirse dentro de las leyes del mercado porque posee cierta sacralidad que se resiste a esa violencia. Visto así el panorama, la labor del poeta también se entiende como una labor ajena al resto de los oficios humanos.

 

Me siento tentado por esta posición. Es la más poética de las posiciones, la más ideológica. Pero creo que hace falta un argumento contundente a favor de ella. Particularmente, quisiera un argumento que demostrará por qué el poeta, a diferencia de otros artistas, parece estar fuera de la esfera del mercado. A nadie le parece un sacrilegio que los grandes directores de cine (incluso aquellos que hacen ‘cine arte’) reciban una generosa compensación por su trabajo. En cambio, existe una prohibición invisible respecto a lo que debería ganar el poeta: todos pondrían sus pelos de punta, o al menos mirarían con suspicacia, si un poeta ganara lo mismo que un cineasta o un narrador bestseller. Claro, la solución más fácil a este asunto es recurrir a los números: decir que la poesía es un género muerto que casi no vende. En concordancia, quienes hacen poemas tampoco deberían ganar mucho. Si sus libros se vendieran, entonces deberían ganar mucho más dinero. Pero por más que no venda la misma cantidad de libros que otros géneros, la poesía sí vende y sí sigue atrayendo seguidores. Es indudable que en la actualidad hay un auge de talleres literarios, conferencias, encuentros, festivales, becas de creación, premios, tertulias, residencias artísticas y plazas para dar clases en los numerosos programas de escritura creativa que nacen igual de rápido que las estrellas. Un ‘poeta de éxito’ puede dormir tranquilo: hay trabajo para días infinitos.

 

En última instancia, creo que tenemos que preguntarnos a conciencia cuál es es papel que la sociedad le otorga a la poesía. Y luego de descifrar ese papel, hay que preguntarnos por el tipo de recompensa que deberían (o no) tener quienes diariamente realizan ese papel. A lo largo de los siglos, todos los poetas han enfatizado en que la poesía importa, por alguna razón. Que la poesía tiene un valor incalculable, un valor único. Que la poesía nos redime, nos limpia, nos hace más fácil el vivir. Fue Adonis el que dijo en un poema: Tú, que no amas la poesía — / tu muerte no será bella”. ¿Tenemos que pagarle a quienes hacen más bella nuestra muerte?


Noticia Biográfica


Santiago Ospina Celis nació en Bogotá. Estudió filosofí­a y tiene una maestrí­a en literatura. Escribe, traduce y es codirector de la revista Otro páramo.



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