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Edición 41

El arte de Elizabeth Bishop. Poemas de la autora y un ensayo sobre su obra



Por Gabriel Restrepo

 

*La traducción de los poemas fue hecha por Joan Margarit y D. Sam Abrams y fue publicada por la editorial Igitur.

 

Recuerdo que un 31 de diciembre fui con un muy buen amigo mío y sus padres a Medellín para pasar el año nuevo. Tendríamos, mi amigo y yo, unos 10 años. Esa noche del 31 vimos desde la piscina del hotel una esfera muy brillante en el cielo que nos dejó absortos. Parecía un planeta, pero era demasiado grande, y se movía mucho más rápido que las estrellas. La cualidad más extraña de la esfera, sin embargo, parecía ser la de la teletransportación: se escondía detrás de un edificio y luego aparecía por detrás de otro que no era contiguo al primero. Después de observar este extraño objeto por varios minutos dedujimos, por supuesto, que era un artefacto extraterrestre, lo cual, en nuestra mente de niños, no nos incomodó demasiado. Sin embargo, ya en el ascensor para volver a la habitación, me acordé de que mi madre me contaba que en su ciudad natal la gente, en diciembre, armaba grandes globos de papel con una mecha empapada en petróleo que, cuando la prendían, hacía que el globo se elevara y, luego, ya en el cielo, se prendiera por completo el papel del que estaba hecho el globo. Mi madre me contaba, también, que los globos causaban muchas veces incendios cuando caían intactos en los bosques sin haberse consumido antes en el cielo.

 

Así se revolvió el misterio del objeto desconocido: era un globo de fuego o, para ser más preciso, eran al menos dos globos de fuego que se elevaban por encima de la ciudad en esa noche de fin de año.

 

Menciono esta anécdota porque cuando leí el poema ¨El armadillo¨, de Elizabeth Bishop, fue lo primero en lo que pensé. Este poema comienza, precisamente, con la imagen de los globos de fuego que se elevan en la ciudad de Río de Janeiro:

 

 

El armadillo

                                                            Para Robert Lowell

 

Éste es el tiempo del año

en el cual casi todas las noches

aparecen los ilegales, frágiles globos de fuego.

Ascendiendo la altura de la montaña,

 

mientras van elevándose hacia el santo,

honrado todavía en estas zonas,

las lamparitas de papel resplandecen llenándose de luz

que va y viene, igual que los corazones.

 

Una vez en lo alto, contra el cielo, es difícil

distinguirlos de las estrellas

o, para ser precisa, de los planetas, los únicos que brillan en color:

Venus en descenso, o Marte,

 

o uno pálido y verde. Con el viento

flamean y vacilan, se tambalean y sacuden.

Pero navegan cuando hay calma, entre

las aspas de cometa de la Cruz del Sur,

retroceden y menguan con solemnidad,

nos abandonan gradualmente

o, en la corriente de aire de la cima,

giran de pronto peligrosamente.

 

Anoche cayó otro grande.

Como un huevo de fuego se rompió

contra el acantilado de enfrente de la casa.

La llama se precipitaba. Veíamos volar la pareja

 

de búhos que tenía el nido, hacia arriba,

arriba, sus círculos en blanco y negro

manchados por debajo de brillante rosa, hasta que

sus chillidos no se oyeron, fuera del alcance de la vista.

 

El viejo nido de los búhos debe de haber ardido.

Completamente solo, precipitadamente,

un brillante armadillo dejaba la escena,

moteado de rosa, con la cabeza baja, y con la cola baja,

 

y después una cría de conejo salió saltando,

con orejas cortas, sorprendiéndonos.

¡Tan suave! –un puñado intangible de ceniza

con los ojos fijos y encendidos.

 

¡Demasiado bonito, como la imitación de un sueño!

¡Oh, el fuego cayendo y el penetrante grito

y el pánico, y un débil puño de malla

crispada e ignorante contra el cielo!

 

La imagen es hermosa. Hay un juicio estético, pero no hay un juicio moral, solo la observación y el contraste entre el fuego que se levanta y después cae, causando que un armadillo, como un puño de malla crispado e ignorante, se levante contra el cielo. Al igual que en los recuerdos que me narraba mi madre, el poema expresa un gran contraste entre la belleza de los globos de papel elevándose y alumbrando la ciudad desde lo alto, con los estragos que pueden causar cuando caen. Elizabeth Bishop logra mostrar, magistralmente, este movimiento entre la visión de los globos en el cielo nocturno y la visión de los animales, ignorantes de las razones de su suerte, que salen espantados por las llamas que caen del cielo. En este poema es evidente una de las características presentes en todos sus poemas, a saber, su gran capacidad para crear, en pocos versos, una atmósfera completa, y también, su gran capacidad para observar lo que a simple vista podría pasar desapercibido, pero que es completamente vívido en el poema. Esto es a lo que yo llamaría precisión poética.

 

El poeta Seamus Heaney dice sobre Elizabeth Bishop que “las cosas como son parecen ser más ellas mismas una vez que ella las ha escrito” (133). En otras palabras, las cosas que Elizabeth Bishop describe parecen adquirir cierta importancia, cierta justa proporción que hace pensar que lo que escribe no podría estar escrito de una mejor manera. Esto también hace parte de la precisión poética que es patente en “El armadillo”, y es lo que considero que pasa en el poema “El alce”, del poemario Geografía III:

 

 

El alce

                                                            Para Grace Bulmer Bowers

 

Desde estrechas provincias

de pan, pescado y té,

hogar de prolongadas mareas,

donde el mar abandona la bahía

dos veces cada día y se lleva

en sus largos paseos los arenques,

 

donde, si el río

entra o se retrae

en un ocre muro de espuma,

es según si encuentra

que la bahía viene,

o bien que la bahía no está en casa;

 

donde, rojo de limo,

a veces se pone el sol

frente a un mar rojo

y a veces resalta como venas en los llanos

de lavanda el fértil limo

de encendidos riachuelos.

 

Por rojos caminos de grava,

bajas hileras de arces,

pasan granjas de madera

y cuidadas iglesias de madera,

blanqueadas, listas como conchas;

pasan plateados abedules dobles,

 

A través del final de la tarde,

un autobús viaja hacia el oeste,

relampagueando rosa el parabrisas,

con destellos rosáceos el metal,

ardiente el abollado flanco

de golpeado esmalte azul.

 

Va hondonadas abajo, cuesta arriba,

y espera con paciencia

mientras un viajero solitario

besa y abraza

a siete parientes

y un perro pastor lo supervisa.

 

Adiós a los olmos,

a la granja y al perro.

El autobús arranca.

La luz crece más intensa,

la niebla, cambiante, salada, tenue,

se va cerrando.

 

Sus cristales redondos y fríos

se forman, se deslizan y se depositan

en las blancas plumas de las gallinas,

en las grises coles barnizadas,

en las dobles rosas centifolias

y en los altramuces como apóstoles.

 

Los guisantes silvestres se han adherido

con su hilo blanco y húmeda

a las blanqueadas cercas;

los abejorros se deslizan

dentro del cáliz de las dedaleras,

y comienza el crepúsculo.

 

Una parada en Bass River.

Y después, las Economies,

Lower, Middle, Upper,

Five Islands, Five Houses,

donde una mujer sacude un mantel

después de la cena.

 

Un parpadeo pálido. Ha desaparecido.

El pantano de Tantramar

y el olor de las hierbas salobre.

Tiembla un puente de hierro,

y una tabla suelta repiquetea

pero no cede.

 

A la izquierda, una luz roja

nada a través de la sombra:

la linterna de puerto de algún barco.

Aparecen dos botas de agua,

iluminadas, solemnes.

Un perro da un ladrido.

 

Una mujer sube

con dos bolsas del mercado,

pecosa y enérgica, de edad.

“Una gran noche. Sí, señor,

todo el trayecto a Boston.”

Nos observa con cordialidad.

 

A la luz de la luna entramos

en los bosques de News Brunswick,

peludos, ásperos, arañados,

la luz de la luna y la neblina

se prenden en ellos como la lana de cordero

en los arbustos de los pastos.

 

Los viajeros están recostados de espaldas.

Ronquidos. Algún largo suspiro.

Una divagación somnolienta

comienza en la noche,

una amble y audible,

lenta alucinación…

 

Entre ruidos, crujidos,

una vieja conversación.

-No nos concierne,

pero es reconocible en algún lado,

en la parte de atrás del autobús:

voces de abuelos

 

ininterrumpidamente

hablando, en la Eternidad:

nombres que se mencionan,

cuestiones aclaradas finalmente,

lo que él dijo, lo que ella dijo,

quién tenía pensión.

 

Muertes, muertes y enfermedades;

el año en el que él volvió a casarse;

el año en que ocurrió (alguna cosa).

Ella murió al dar a luz.

Aquel era el hijo perdido

cuando se hundió la goleta.

 

Él se dio a la bebida. Sí,

ella se dio a la mala vida.

Fue cuando Amos comenzó a rezar

hasta en el almacén y

finalmente la familia

tuvo que recluirlo.

 

“Sí…” esa peculiar afirmación. “Sí…”.

Una aguda, retenida respiración,

medio gemido, medio aceptación,

que significa “Así es la vida.

Lo sabemos (y también la muerte)”.

 

Hablaban como hablaban

en su antigua cama de plumas,

tranquilamente, más y más,

con una débil luz en el pasillo

mientras la perra, abajo en la cocina,

se liaba en su mantita.

 

Ahora, todo ahora está en orden,

incluso para caer adormecidos

como en todas aquellas otras noches.

-De pronto el conductor

hace parar de golpe el autocar

y apaga los faros.

 

Un alce ha salido

del bosque impenetrable

y se planta ahí, amenazador,

en medio de la carretera.

Se acerca: olfatea

el caliente capó del autocar.

 

Imponente, sin cuernos,

alto como una iglesia,

hogareño, tal como es una casa

(o seguro como las casas).

Una voz de hombre afirma:

“Sin intención alguna de hacer daño…”.

 

Algunos pasajeros

exclaman en voz baja,

pueriles, con dulzura:

“Son grandes criaturas, ciertamente”.

“Terriblemente simple”.

“¡Y mira! ¡Es una hembra!”.

 

Tomándose su tiempo,

ella observa el autobús de punta a punta,

magnífica, como de otro mundo.

¿Por qué, por qué sentimos

(y todos la sentimos) esta dulce

sensación de alegría?

 

“Curiosas criaturas”

dice nuestro tranquilo conductor,

arrastrando su r’s*.

“Fíjense en esto”.

Después, pone la marcha.

Por un momento, todavía

 

mirando atrás,

se puede ver el alce

a la luz de la luna en el asfalto;

y después hay un débil

olor a alce, un acre

olor a gasolina.

 

Este poema se puede leer desde la contraposición entre paso del tiempo y de los espacios, y el peso de la figura del alce que parece detenerlo todo por unos instantes. El poema describe un fragmento de un viaje en autobús desde una región costera hasta Boston. Desde el primer verso hasta el verso 84 se describe cómo van pasando imágenes a través de la ventanilla del bus, y la voz poética se va despidiendo de cada una de ellas. Según ella, algunas son como un parpadeo. Pasan con la misma facilidad con la que vinieron. La voz poética las observa, pero al instante cada una de esas imágenes queda atrás. Llama la atención, sin embargo, el detalle, porque son muchas las escenas y las imágenes que pasan. Hay un interés por describir el aspecto físico de lo que se ve por la ventana y también de la forma en la que va cambiando el paisaje: desde las “estrechas provincias / de pan, pescado y té / hogar de prolongadas mareas, / donde el mar abandona la bahía / dos veces cada día y se lleva / en sus largos pasos los arenques” (vv. 1-6) llegamos a “los bosques de New Brunswick, / peludos, ásperos, arañados” (vv. 80-81). Cada imagen está descrita con la mayor precisión, pero es fácil olvidarlas y pasarlas por alto, precisamente porque lo que produce el poema es una sensación de movimiento y de dejar atrás. Es una constante despedida.

 

En el verso 95 comienza un segundo nivel, pero relacionado con el primero: el paso del tiempo. Este se expresa a través de la conversación entre dos abuelos que hablan desde la Eternidad (porque hablan del pasado que ya no se puede cambiar) de lo que fue la vida de cada uno de ellos y de otros a quienes conocieron: nombres, asuntos al fin aclarados, quienes se pensionaron… pero hablan sobre todo de enfermedades y de muerte (v. 103). La vida pasa como los paisajes, como los olmos, como la mujer que sacude el mantel después de la cena. Y no hay nada que se pueda hacer, porque el paso del tiempo no se puede detener. Así es la vida, concluyen los abuelos: “«Sí…» esa peculiar afirmación. «Sí…». / Una aguda, retenida respiración, / medio gemido, medio aceptación, / que significa «así es la vida. / Lo sabemos (y también la muerte)»” (vv. 115-120). El tiempo pasa inexorablemente, y este movimiento del tiempo, junto con el movimiento físico del autobús, crea una sensación de impermanencia.

 

En este momento, cuando todos están quedándose dormidos, el autobús se detiene de repente y el conductor apaga los faros. Un alce ha aparecido en la carretera y se yergue, “imponente como una iglesia”, frente al bus. Además de imponente, es “hogareño, tal como es una casa / (o seguro como las casas)” (vv. 140-141), y este es un hecho que no debe pasar desapercibido, porque le da peso a la imagen y hace que tanto la voz poética, como los otros pasajeros, se sientan seguros. Es, en definitiva, una imagen magnífica, “de otro mundo”, que les hace sentir un dulce sensación de alegría. Al final el bus vuelve a arrancar, y el olor a almizcle se mezcla con el olor a gasolina. Es evidente que esta imagen es muy diferente a todas las demás que aparecen en el poema. Es una figura misteriosa. Es la única imagen que se queda, que permanece y logra detener tanto el flujo del tiempo (porque hace que todos se concentren en su figura) como el paso del autobús. Es la única imagen que tiene peso, y adquiere más peso porque aparece en el poema como un contraste a todo el flujo anterior. Es la imagen alrededor de la cual todo el poema gravita y que le da sentido. Casi nos obliga a volver a cada una de las imágenes anteriores para darnos cuenta de que también estaban descritas con absoluta precisión.

 

Según el filósofo Jacques Rancière en “La poética del misterio”, para Mallarmè la única tarea espiritual es la de conferirnos una auténtica morada (Rancière, 29). Creo que esta afirmación puede tener muchas interpretaciones, pero una que se adapta particularmente bien a “El alce” es aquella que diría que la morada es lo que hace que el ser humano se sienta cómodo y seguro, protegido contra lo inexorable del paso del tiempo. Por esto, la poesía es una tarea espiritual –demanda esfuerzo–, una tarea que, si se logra llevar a cabo, consagra una morada. Si nos fijamos en la figura del alce, se presenta como una casa, hogareña (tiene algo de sagrada y magnífica) y, en este sentido, al darle peso al poema, al centrar nuestra atención en un solo punto que logra detener el paso del tiempo y de la sucesión de imágenes que se ven desde la ventanilla del autobús, consagra una morada, un instante de vida. Por esto, se podría decir, los pasajeros (y también los lectores) sienten una dulce sensación de alegría. Esta el la tarea espiritual que logra Elizabeth Bishop en “El alce”.

 

No es en vano el título Geografía III, el último libro de poemas que Elizabeth Bishop publicó en vida. Esta colección de poemas recoge y expande uno de los grandes temas que permea, de principio a fin, todas las etapas poéticas de Bishop: la palabra y la escritura poética ligadas a los lugares geográficos (el primer poema de su primer poemario, Norte y sur, se titula “El mapa”). Estos lugares se entienden, y deben entenderse en la poesía de Bishop, en todo su sentido físico. Esta poesía apela, mediante imágenes muy precisas, a la cartografía y a la superficie física exacta de estos espacios. Este elemento, en sí mismo, ya es muy importante, puesto que construye atmósferas precisas en las que lo puramente físico tiene un peso decisivo, concreto. Sin embargo, los lugares, para Bishop, no son únicamente superficies: son también recuerdo, y es en esta conjunción entre espacio, recuerdo y palabra que, me atrevo a decir, nace alguna de su mejor poesía. Este es el caso de “El alce” y otros poemas de Geografìa III.

 

Como dije antes, la geografía define, también, muchos de los poemas anteriores. “Cabo Bretón” es un ejemplo de un poema en la que la poeta, desde una distancia emocional aparente, describe las escenas de un paisaje costero:

 

 

Cabo Bretón

 

Hacia fuera, sobre las altas “islas de los pájaros”, Ciboux y Hertford,

las alcas del Atlántico norte y los frailecillos de absurdo aspecto

permanecen todos de espaldas al continente en solemnes, desiguales líneas

a lo largo del borde del acantilado de hierbas marchitas y deshilachadas,

mientras las escasas ovejas pacen haciendo “Beee, beee”.

(Alguna vez, asustadas por los aeroplanos, salen de estampida

y caen al mar o sobre las rocas).

El agua de seda está tejiéndose y destejiéndose,

desapareciendo bajo la niebla en todas direcciones,

levantada y penetrada una y otra vez

por un cormorán con su cuello de serpiente goteando,

y en algún lugar la niebla incorpora el latido,

rápido pero no urgente, de un bote de motor.

 

La misma niebla cuelga en finas capas

entre los valles y barrancos del continente

como el deshielo de la nieve helada, casi aspirada hasta el fondo.

Los fantasmas de los glaciares van errantes

entre esos pliegues, y pliegues de abetos:

píceas y alerces con grises, apagados, profundos colores de pavo real,

cada abrupto escarpado distinguiéndose del siguiente

por irregular, nervioso borde en diente de sierra,

similar, pero preciso como una vista estereoscópica.

 

La salvaje carretera trepa a lo largo de la costa.

En ella hay pequeños, ocasionales bulldozers amarillos,

pero sin conductores, porque hoy es domingo.

Las pequeñas iglesias blancas se habían dejado caer

entre las colinas cubiertas de espesos tapizados

como puntas de flechas perdidas de cuarzo

La carretera parece haber sido abandonada.

Cualquiera que sea el sentido del paisaje parece que ya ha sido abandonado

a menos que la carretera lo retenga hacia el interior,

donde no lo podemos ver,

donde según dicen hay profundos lagos

y senderos no transitados y montañas de rocas

y millas de bosques quemados en grises arañazos

como las admirables escrituras hechas con piedras sobre piedras

–y esas regiones ahora tienen poco que decir en su defensa

excepto en miles de claros gorriones cantores flotando en el aire,

libremente, desapasionadamente a través de la niebla, y enredándose

en pardas, húmedas, delicadas, desgarradas redes de pesca.

 

Viene un pequeño autobús con altibajos de velocidad

con tanta gente que ocupan hasta los peldaños de las puertas.

(Los días laborales llevan comestibles, recambios de automóvil, y piezas

de bomba,

pero hoy solo van dos predicadores de más, uno de ellos con su abrigo de sacerdote

en una percha).

Pasa el cerrado puesto del borde de la carretera, la escuela cerrada,

donde hoy no ondea bandera alguna en el áspero palo

hecho con azuela y coronado con un blanco tirador de puerta.

Se detiene, y un hombre con un niño pequeño,

trepa a una cerca por una escalera y baja a través de un pequeño, empinado prado

que demuestra su pobreza en una nevada de margaritas,

hacia su invisible casa junto al agua.

 

Los pájaros continúan cantando, una cría chilla, el autobús arranca.

La fina niebla sigue

las blancas mutaciones de su sueño:

un antiguo frío está rizando los oscuros arrollos.

 

Se podría afirmar que es un paisaje querido, pues ¿cómo se podría describir con tanto detalle un lugar, desde sus escenas cotidianas hasta los acontecimientos más microscópicos del paisaje si no se ha pasado largo tiempo observándolo? Al leer el poema es evidente el cuidado y el amor para describir la superficie física del paisaje, desde las especies de pájaros que lo habitan y la forma en la que se paran al borde del acantilado, hasta las capas de niebla que “cuelga en finas capas / entre los valles y barrancos del continente” (vv.14-15). Tampoco olvida los objetos humano, aunque parecen estar abandonados, que se entretejen con el paisaje. Inolvidable y triste es también la descripción de cómo las ovejas salen en estampida y caen al mar o las rocas cuando las asusta el sonido de algún aeroplano. Se podría decir que el poema es un ejercicio de contemplación y expresa la mirada de una poeta que realmente sabe observar. Esta observación va desde un plano general, como una cámara estática, hasta los detalles más imperceptibles, como si se tratara del macro de una cámara fotográfica. En el último verso se acerca tanto a la superficie que describe el momento preciso en el que el frío empieza a congelar el agua. Para ser tan precisa es necesario, también, una sobresaliente capacidad para observar.

 

“North Haven”, la elegía que Elizabeth Bishop le escribió a su amigo, el poeta Robert Lowell, y que apareció publicado póstumamente en su poesía completa, es también un ejemplo de cómo un lugar geográfico se junta a la memoria en el poema. Si nos fijamos en la forma en la que Bishop lo construye, se puede ver que hay, en primer lugar, una descripción de cómo, en el verano, todo lo natural se renueva o se repite (los árboles vuelven a florecer y los pájaros vuelven después de las migraciones) y, en cierto sentido se corrige, porque la naturaleza tiene la oportunidad de seguir perfeccionándose cada año. Pero los cambios son sutiles, sólo perceptibles para aquellos que aman el paisaje y que lo han contemplado a través de los años:

 

 

North Haven

                                                            In memoriam: Robert Lowell

 

Puedo distinguir el aparejo de una goleta

a una milla. Puedo contar

las piñas nuevas del abeto. Hay tanta calma

que la pálida bahía tiene una piel lechosa, el cielo

sin nubes, excepto una larga, cardada cola de caballo.

 

Las islas no han cambiado desde el último verano,

a pesar de que a mí me guste simular que lo han hecho

–a la deriva, de un modo soñador–

un poco hacia el norte, un poco hacia el sur, o desviado

y que son libres dentro de las azules fronteras de la bahía.

 

Este mes, nuestra favorita está llena de flores:

ranúnculos, tréboles rojos, arvejas púrpura,

flores de roca todavía ardientes, moteadas margaritas, siemprevivas,

las incandescentes estrellas de los fragantes macizos de galios,

y más aún, que han vuelto a pintar gozosas los prados.

 

Los jilgueros han vuelto, o bien otros como ellos,

y el canto de cinco notas del gorrión de cuello blanco,

suplicando y suplicando, humedeciendo de lágrimas los ojos.

La naturaleza se repite, o casi:

repetir, repetir, repetir: corregir, corregir, corregir.

 

La importancia de la fisicidad del paisaje es evidente, pero, sobre todo, la importancia de volver a un lugar y verlo florecer de nuevo. Todo se vuele a llenar de vida y, como el ciclo se repite, en un sentido todo sigue igual. En las lágrimas que humedecen los ojos ya se percibe el sentimiento de duelo, que es recuerdo, ligado al paisaje, y es, precisamente en la siguiente estrofa, que entra, propiamente, la memoria:

 

Me contaste que hace años fue aquí

(¿en 1932?) donde por vez primera “descubriste las chicas

y aprendiste a navegar, y aprendiste a besar.

Sentiste “una tal alegría”, decías, aquel famoso verano.

(“Alegría” ­–esto siempre parecía dejarte perplejo…).

 

La vida Lowell se une así al paisaje, y lo carga de sentidos. Lo hace un lugar habitado, y el paisaje evoca esa alegría que, según le decía a Bishop, había sentido un verano. Pero, como sucede siempre a veces, el lugar querido se renueva, se llena de vitalidad, pero la persona desaparece:

 

Tu izquierdoso North Haven, anclado en sus rocas,

flotando en místico azul… Y ahora –tú te has ido para siempre.

No puedes desordenar o reordenar tus poemas.

(Pero los Gorriones pueden hacerlo con su canto).

Las palabras no volverán a cambiar. Triste amigo, tú no puedes cambiar.

 

Si la naturaleza es como la poesía, se repite y vuelve sobre sí misma cada primavera y cada verano. Siempre se corrige, y los gorriones, a diferencia del poeta que ya no puede revisar sus versos, pueden reordenar y desordenar su canto. La ausencia de Lowell se hace patente una vez que se contrasta con el siempre renovarse del paisaje que amó. Se puede ver cómo surge un gran poema en la conjunción entre espacio, memoria y palabra, y cómo se hace evidente, también, otro de los grandes temas de Bishop: la pérdida.

 

En “North Haven” la pérdida se enuncia explícitamente, mientras que en otros poemas, como en la “Sextina” de la segunda parte de Cuestiones de viaje, no se enuncia directamente, sino que se da a entender oblicuamente, a través de la atmósfera de luto que crea en cada imagen del poema, que da a entender tanto la ausencia, como la fatalidad de la muerte. Para lograr esto también se necesita mucha precisión:

 

 

Sextina

 

La lluvia de septiembre cae sobre la casa.

Bajo la escaza luz, la anciana abuela

se sienta en la cocina con la niña

junto a la Estufa Pequeña Maravilla

leyendo el almanaque con sus chistes,

riendo y hablando para ocultar las lágrimas.

 

Piensa que sus equinocciales lágrimas

y la lluvia golpeando en el tejado de la casa,

ambas estaban ya predichas en el almanaque,

aunque esto lo sabe solamente una abuela.

La tetera de acero canta sobre la estufa.

Corta un poco de pan y le dice a la niña:

 

Es la hora del té. Pero la niña

vigila las pequeñas, duras lágrimas de la tetera

que, alocadas, danzan sobre la caliente y negra estufa,

como debe de danzar la lluvia sobre la casa.

Poniéndose a ordenar, la anciana abuela

cuelga el ingenioso almanaque

 

de su cuerda. El almanaque, parecido a un pájaro,

queda en el aire, abriéndose, sobre la niña,

en el aire sobre la anciana abuela

y su taza de té llena de oscuras, pardas lágrimas.

Ella se estremece y dice que piensa que la casa

siente frío, y echa más leña en la estufa.

 

Fue para ser, dice la Estufa Maravilla.

Yo sé aquello que sé, dice el almanaque.

La niña con los lápices de colores dibuja una casa rígida

y un tortuoso sendero. Después, la niña

pone un hombre con botones como lágrimas

y lo muestra a la abuela con orgullo.

 

Pero secretamente, mientras la abuela

está ocupada en los fogones,

de entre las páginas del almanaque

las pequeñas lunas caen, igual que lágrimas,

al florido parterre que la niña

ha dispuesto con cuidado delante de la casa.

 

Tiempo de plantar lágrimas, explica el almanaque.

La abuela canta a la maravillosa estufa

y la niña dibuja otra inescrutable casa.

 

El poema “Sextina” se construye a través de los personajes ausentes de una escena cotidiana y a través de la tristeza evidente que tanto la abuela como la niña tratan de contener, pero que también permea físicamente la casa: todo en el poema es lágrimas. El té es de oscuras lágrimas pardas, la lluvia que cae sobre el tejado es un llanto, los botones del hombre que dibuja la niña son lágrimas, y del almanaque, que cuelga amenazante sobre la cabeza de las dos mujeres, como el destino inexorable, escurren lunas como lágrimas sobre el dibujo de la niña. El almanaque sólo señala lo que sucede, lo inevitable, pero no tiene respuestas. El mundo que construye Bishop en este poema es distinto al mundo que veíamos en poemas anteriores, porque la atmósfera, magistralmente creada, señala la ausencia al nombrarla, y pone de manifiesto que el mundo es algo incompleto, cruel y en ciertos aspectos inescrutable.

 

En el prólogo a la edición en español de la Obra poética de Elizabeth Bishop, D. Sam Abrams se refiere precisamente a Bishop como una poeta cuya visión particular e incisiva la hace ver el mundo como algo “complejo, incompleto, incierto, inquietante, incognoscible, cambiante, inestable y aproximado, que constantemente despierta en la autora ganas de preguntar, de investigar, de descubrir, para llegar a situarse y entenderla y dominarla de alguna forma” (11-12). Esta es la visión con la que logró crear, también, una poesía en la que alcanza un orden y un entendimiento “ganados a pulso” (12). Esa necesidad de investigar y descubrir el mundo inestable es patente en otro de los temas que aborda reiteradamente Bishop en su poesía: los viajes. En “Cuestiones de viaje”, particularmente, la voz poéticas se confronta con lo desconocido y lo exuberante de un paisaje desconocido y, a través de la palabra, trata de comprenderlo, dominarlo de algún modo. Pero es evidente que el enfrentarse a lo desconocido genera preguntas y hace que la voz poética se cuestione [mencionar juego de palabras] si debió haber dejado su hogar en primer lugar: “Tendríamos que haber permanecido en casa y pensar en esto de aquí?… / ¿Qué infantilismo nos empuja, mientras quede un aliento de vida / en nuestros cuerpos, a correr / para mirar el sol desde el otro lado? (vv. 14, 18-20). Luego de preguntarse si son válidas todas las razones que nos empujan a viajar y a descubrir otros parajes, la voz poética afirma que habría sido una lástima no haber visto ciertas cosas que ve en ese momento, y así continúa la descripción del paisaje por medio de esta estrategia de nombrar lo que habría sido una lástima nunca haber conocido. Es, bajo esta lógica, una lástima no haber conocido todas las otras maravillas del mundo que no tuvimos tiempo o posibilidad de conocer, de manera que nuestro conocimiento y dominio del mundo es esencialmente incompleto. “¿Tendríamos que habernos quedado en casa, doquiera fuese?”, vuelve a preguntar, y parece que la respuesta es no, porque la imaginación y la lectura a veces no nos basta para expandir nuestros horizontes, pero siempre hay en el poema una ambivalencia, una tensión, entre lanzarse a lo desconocido e inestable, y quedarse en casa.

 

Ahora bien, uno de los poemas que mejor captura esta sensación de enfrentarse a un mundo inestable y cambiante, también peligroso, y tratar de dominarlo es “Sandpiper”:

 

 

Sandpiper

 

El bramido a su lado lo da por supuesto,

y que con regular frecuencia el mundo está obligado a estremecerse.

Corre, corre hacia el sur, nervioso y torpe

en una situación de pánico controlado, un estudioso de Blake.

 

La playa bisbisea como la manteca. A su izquierda, una lámina

de agua interrumpida va y viene

y barniza sus oscuros y frágiles pies.

Corre, corre recto a través de eso, mirándose los dedos.

 

Mirando, más bien, los espacios de arena que hay entre ellos,

donde (un detalle nada despreciable) drena el Atlántico

rápidamente hacia atrás y hacia abajo. A medida que corre,

mira con atención hacia los granos arrastrados.

 

El mundo es una niebla. Y después el mundo

es menudo y vasto y claro. La marea

es más alta o es más baja. No podría matizar entre las dos.

Su pico está enfocado: está preocupado,

 

Buscando alguna cosa, alguna cosa, alguna cosa.

¡Está obsesionado, pobre pájaro!

Los millones de granos de arena son blancos, negros, bronceados y grises

Mezclados con granos de cuarzo rosa y amatista.

 

En una conferencia dictada en 1976, Elizabeth Bishop, ya en sus últimos años de vida, dijo que ella era como ese pájaro del poema, siempre corriendo entre países y continentes, siempre buscando algo. Es una referencia que tanto D. Sam Abrams como Heaney señalan. Y es una referencia importante, precisamente porque muestra en qué se asemeja el quehacer poético (y el quehacer vital) al del pájaro que, consciente de los peligros que lo rodean y de lo incierto de su hábitat, busca algo entre los granos de arena. Su estado, dice el poema, es de pánico controlado, y este aspecto es importante porque, si no pudiera controlar el pánico en el mundo precario en el que vive, no podría ni siquiera vivir. El pájaro sabe que cada tanto “el mundo está obligado a estremecerse” (v. 2), pero no por eso deja de buscar sentido, obsesivamente, entre la arena. Demuestra, por un lado, el control poético (y, de nuevo, la capacidad para observar los cuadros más generales pero también los más microscópicos, como los granos de arena), pero no desconoce en ningún momento el carácter inestable y precario del mundo.

 

Algunos poemas de Elizabeth Bishop son cuadros detallados de escenas que suceden un día específico del año, o un día a la semana; otros son historias completas. En cierto sentido, algunas de estas historias, muchas marcadas por la memoria, son lo que Virginia Woolf llama momentos de ser. Para Woolf, en “Apuntes del pasado”, afirma que, por lo general vivimos en una cotidianidad de la que no nos percatamos y la llama “el algodón en rama de la vida diaria” (Woolf 72). No tiene contornos definidos. Pero hay unos momentos que nos llevan a momentos de especial lucidez en los que nos damos cuenta de algo importante, de nuestra conexión con lo que nos rodea. Estos son los momentos de ser. Creo que se podría leer el poema “En la sala de espera” como uno de estos momentos porque en este, la voz poética recuerda cómo, de niña, se dio cuenta de su identidad y, particularmente, de ser mujer, pues siente que hay algo que la une tanto con su tía Consuelo como son las mujeres negras de las fotografías de la revista National Geographic que está hojeando:

 

 

En la sala de espera

 

En Worcester, Massachusetts,

acompañé a mi tía Consuelo

a su cita con el dentista

y me senté a esperarla

en la sala de espera.

Era en invierno: oscurecía temprano.

La sala de espera

estaba llena de gente adulta,

con anoraks y abrigos,

lámparas y revistas.

A mí me parecía que hacía mucho rato

que mi tía estaba dentro

y mientras esperaba

leía el National Geographic

(sabía leer) y, con todo detalle,

iba estudiando las fotografías:

el interior de un volcán,

negro y lleno de cenizas,

que se vertía después

en riachuelos de fuego.

Osa y Martin Johnson

vestían pantalones de montar,

botas de cordones y salakof.

Un hombre muerto colgado de un palo

–“Carne para comer”, decía el letrero.

Niños con cabezas puntiagudas

que envolvían con más y más cordel.

Mujeres negras desnudas

con el cuello enrollado con más y más alambre,

como si fuesen cuellos de bombillas.

Sus pechos eran horrorosos.

Leí todo, de punta a punta.

Era demasiado tímida para detenerme.

Y después miré la cubierta:

los márgenes amarillos, la fecha.

De pronto, desde dentro,

llegó un ¡oh! De dolor

–la voz de la tía consuelo–

ni muy fuerte ni muy largo.

No me causó sorpresa:

incluso entonces sabía

que era una mujer atolondrada y tímida.

Podría haberme avergonzado

y, en cambio, no lo estaba.

Lo que sí me cogió completamente por sorpresa

fue que aquello fuese yo:

mi voz, en mi boca.

Sin pensármelo en absoluto

yo era la atolondrada de mi tía,

yo –nosotras– caíamos, caíamos,

con los ojos pegados a las cubiertas

del National Geographic,

el de febrero de 1918.

 

Me decía a mí misma:

tres días y tendrás ya siete años.

Decía esto para detener

aquella sensación de caer,

desde este redondo mundo que giraba,

al frío espacio azul–negro.

Pero sentí: tú eres un yo,

tú eres una Elizabeth,

tú eres una de ellas.

¿Por qué también habrías de ser una?

Casi no me atrevía a mirar

para ver qué era esto que yo era.

De reojo di un vistazo

–no me atrevía a mirar más arriba–

a la gris oscuridad de las rodillas,

pantalones, faldas, botas

y distintos pares de manos

descansando bajo las lámparas.

Sabía que nada más extraño

había sucedido jamás, que nada

más extraño podría pasar nunca.

¿Por qué habría yo de ser mi tía,

o yo misma, o cualquier otra?

¿Qué semejanzas

–botas, manos, la voz familiar

que sentía en la garganta,

o incluso el National Geographic

y aquellos horribles pechos colgantes–

nos sostenían a todas juntas

o de todas nosotras hacían precisamente una?

¿Qué –yo aún no conocía

palabra alguna para esto– qué “inverosímil”…”

¿Cómo había llegado a estar allí,

igual que ellos, y oído sin querer

un grito de dolor que hubiese podido

hacerse cada vez más alto y empeorar, pero que no lo hizo?

 

La sala de espera era luminosa

y hacía demasiado calor.

Yo estaba deslizándome

bajo una gran ola negra,

y otra, y otra.

 

Entonces volví allí.

La guerra proseguía. Afuera,

en Worcester, Massachusetts

era de noche, se fundía la nieve y hacía frío,

y todavía era cinco

de febrero de 1918.

 

El poema es largo y complejo y para analizarlo tendríamos que ir paso por paso. Quisiera señalar, no obstante, que, además de ser describir un momento de ser, hay una característica sobresaliente del poema: la forma en la que muestra, por medio de la oposición entre lo interno y lo externo, la complejidad y la precariedad del mundo circundante. En medio de la sala de espera en Worcester Massachusetts no pasa nada, solo hay aburrimiento, pero el mundo, con todo su peligro e incertidumbre, parece filtrarse a través de la revista. Esto la lleva a conectarse tanto con su tía como con las mujeres que allí aparecen. Y hay otro dato importante que no podemos pasar por alto: la fecha es 5 de febrero de 1918, es decir que están en medio de la guerra. Así, muy sutilmente Bishop compone un poema complejo en el que, por medio de las palabras, toca los temas tanto de la precariedad del mundo, como de la identidad y de la angustia que un momento de autoconsciencia puede generar en una niña de 7 años.

 

Me quiero detener, por último, en “Un arte”, probablemente uno de los poemas más conocidos de Elizabeth Bishop. A primera vista, no es un típico poema de Bishop. La descripción detallada de paisajes no está presente, y ese hermetismo que es característico de algunos de sus poemas ni siquiera se alcanza a intuir si únicamente conocemos este poema. Sin embargo, si recorremos su obra poética, nos damos cuenta de que “Un arte” es característico de Bishop porque condensa muchos de sus temas en 6 estrofas perfectamente construidas:

 

 

Un arte

 

No es difícil dominar el arte de perder;

muchas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas

que su pérdida no es ningún desastre.

 

Perder alguna cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida

de las llaves de la puerta, de la hora malgastada.

No es difícil dominar el arte de perder.

 

Después practicar perder más lejos y más rápido

los lugares y los nombres y dónde pretendías

viajar. Nada de todo eso te traerá desastre alguno.

 

He perdido el reloj de mi madre y ¡mira¡ voy por la última

-quizá por la penúltima- de tres casas amadas.

No es difícil dominar el arte de perder.

 

He perdido dos ciudades, las dos preciosas. Y, más vastos,

poseí algunos reinos, dos ríos, un continente.

Los echo de menos, pero no fue ningún desastre.

 

Incluso habiéndote perdido a ti (tu voz bromeando, un gesto

que amo) no habré mentido. Por supuesto,

no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces

pueda parecernos (¡escríbelo¡) un desastre.

 

Es la biografía de una persona narrada a través de las múltiples pérdidas, cotidianas, como las llaves, o importantes, como una casa, e incluso intangibles, como planes de viajes y continentes enteros. En el poema se repite que perder es un arte, y que no es difícil de dominar. Según la crítica Susan McCabe, “‘No es difícil dominar el arte de perder’ es cierto porque perder es todo lo que hacemos. El poema revela una lucha por un dominio que nunca se alcanzará. Únicamente podemos convertir la pérdida en un juego terapéutico” (27). Se revela así, el que creo que es el mayor logro del poema: un absoluto control poético a través de un aparente control del arte de perder. Perder relojes, continentes, casas y lugares a los que se pretendía viajar no es ningún desastre, se repite la voz poética, pero es evidente que para llegar hasta este punto la poeta ha debido sobreponerse, mediante la escritura, a los múltiples dolores de la pérdida. Es, en definitiva, un arte que tiene que aprender, pero que nunca alcanza a dominar.

 

Para Dante, “el artista / que tiene el hábito del arte / tiene manos que tiemblan” (Dante, ctd. en Agamben 53). En la última estrofa del poema, esta mano que tiembla, propia de aquel que domina un arte, se hace evidente. El poema, en este último giro, revela que se trata, en gran medida, de un poema de amor o, en realidad, de la pérdida de un amor, y todo lo demás que se ha perdido no se compara con haber perdido esto de lo que afirma que puede parecer, esta vez sí, un desastre. Para la voz poética, o al menos eso es lo que se obliga a escribir, en realidad no es ningún desastre, pero esto es un artificio, es, como dice Abrams, un control logrado a pulso. El temblor del que habla Dante es ese gesto final de la voz poética que se tiene que ordenarse a sí misma escribir. La única forma de sobreponerse al dolor es por medio de la escritura, y así no se logre un control completo, la poesía es lo único que tiene. Lo que más impresiona de este poema es, sin embargo, la prueba de que si bien no es posible dominar el arte de perder, sí es posible dominar el arte poético, y esto lo demuestra en el poema al dejar entrever muy sutilmente, en esa exclamación entre paréntesis, su mano que tiembla. Este poema se puede leer, entonces, como la culminación del proceso de dominio de la escritura poética, en la que la poeta ha puesto todas sus fuerzas, toda su atención, control y, sobre todo, precisión, para crear un poema que si bien no logra sobreponerse a la pérdida, muestra cómo la poesía es, a veces, la única forma de conjurarla.

 

Como es evidente, esta selección de poemas y este comentario previo no pueden dar una visión general de la poesía de Elizabeth Bishop, en parte porque cada poema es un mundo (o una historia) autocontenida, a pesar de que podamos trazar semejanzas entre estos. Lo que recomiendo es dejarse envolver en la relectura de cada uno de los poemas. Aunque no recurrí a la biografía para leer los poemas, pienso que esa es una opción legítima y muy enriquecedora para leer a Bishop, y para eso recomiendo el libro de David Kalstone Becoming a Poet: Elizabeth Bishop with Marianne Moore and Robert Lowell. Espero haber mostrado al menos un fragmento del universo poético de Elizabeth Bishop y que el lector, como yo, pueda hacerla parte de su vida. Si leer algunos de sus poemas puede ser una tarea que requiere mucha atención, es un esfuerzo que, considero, se ve recompensado con creces.

 

 

 

 

Bibliografía:

 

Abrams, D. Sam. “Precisión, espontaneidad, misterio” en Bishop, Elizabeth. Obra poética. Barcelona: Ediciones Igitur, 2008. pp. 9-14.

 

Agamben, Giorgio. “Qu’est-ce que l’acte de création?” en Le feu et la récit. Trad. Martin Rueff. París: Rivages, 2015. pp. 43-67.

 

Bishop, Elizabeth. Obra poética. Trad. Joan Margarit. Barcelona: Ediciones Igitur, 2008.

 

McCabe, Susan. “1. Writing Loss” en Elizabeth Bishop: Her Poetics of Loss. University Park, Pennsylvania: Penn State University Press, 2005. pp. 1-36.

 

Rancière, Jacques. “La poétique du mystère” en Mallarmé: La politique de la sirène. París: Hachette Littératures, 1996. pp. 27-52.


Noticia Biográfica


Gabriel Restrepo nació en Bogotá, en 1992. Después de terminar el bachillerato en el Colegio Tilatá, estudió Filosofía y Literatura en la Universidad de los Andes. En su tesis de grado de Filosofía trabajó el tema de la comunidad científica en la obra del filósofo pragmatista Charles Sanders Peirce, y para su tesis de Literatura se enfocó en un análisis comparativo entre las poetas Idea Vilariño y Elizabeth Bishop desde los temas de la precariedad, la pérdida y la duración. Actualmente está cursando la maestría en Filosofía en la Universidad de los Andes donde su tema de investigación principal es el pragmatismo norteamericano, aunque también está interesado en continuar escribiendo sobre poesía.



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