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Edición 29

Verónica Aranda: poesí­a española



Mapas

 

Consultaba los mapas

con un bosque lluvioso en la retina,

y dejaba su huella

en las contraventanas.

 

Si fallaban las brújulas,

si en un ardor de cal le cegaba la luz,

ella asumí­a el riesgo de quedarse atrapada

en una ciudad ajena.

 

 

 

 

Pinar del Rí­o (Cuba)

 

Mi bisabuelo posa con uniforme a rayas

en un estudio de Pinar del Rí­o.

Tiene aquel gesto grave del recién reclutado

que siempre habí­a pensado que la patria

se almacenaba entre la naftalina

de las casullas nazareno y oro,

o en la tarde de sol de un patio de cuadrillas,

hasta que en el embarque

los labios del sargento se llenaron altivos

con la palabra España.

 

El mismo gesto del torero clásico

y algo meditabundo que se enfrenta

a aquella artificiosa soledad del retrato.

 

Pero, ¿en qué pensarí­a el bisabuelo

hace más de cien años

en el etéreo instante de la fotografí­a?

Reconstruyo esta historia colectiva

que es la misma de siempre. Es el soldado

que ve pasar la muerte a cañonazos

en la explanada de los palmerales

o la intuye acechando entre epidemias

sobre lechos de yodo. Y se imagina,

cuando acabe esa guerra, perdida de antemano,

con aquella mulata que tení­a

un puesto de santera frente a la catedral

y sabí­a a vainilla

y a jugosa guanábana. Se piensa

convertido en indiano, propietario

de un ingenio de azúcar,

paseando el domingo con su puro

y su traje de lino almidonado,

con fondo musical de banda de kiosco

y un olor familiar a caramelos

tostados en la feria. No sabí­a

mi bisabuelo en el etéreo instante

en que fue retratado, que esperaba

un barco de tullidos de regreso

a la vieja metrópoli, el vendaje

gangrenado de pérdidas, Castilla

y los caminos de la trashumancia.

 

 

 

 

Cape Cross (Namibia)

 

El aislamiento es como este hotel

de muros gris lavanda, desolado

fuera de la estación vacacional.

De repente sentimos

un deseo imperante de escribir

a los viejos amantes: la memoria,

el desaliento de la lejaní­a,

el olvido que encierra una postal

desde una playa atlántica con niebla,

chacales y preguntas silenciadas.

 

Más allá los desiertos, el hedor

de colonias de focas en la costa

donde los portugueses dejaron una cruz.

 

Poco más queda de los navegantes.

 

 

 

 

Fragmentos de postales

 

Ciudades a destiempo

o ciudades-taberna

con siete jugadores

que apuestan a las cartas

bajo una tenue luz de queroseno.

 

Ciudades que nos abren sus bodegas oscuras

o ciudades-buhardilla

donde esperar que algún desconocido,

al final de una tarde de verano,

nos cite en una plaza de obeliscos.

 

Ciudades con jardines de papagayos verdes,

en cuyos callejones las muchachas

giran barras de incienso.

 

Ciudades-oquedad donde la pérdida

tiene sabores agrios

y nos atrapa en forma de espiral.

 

Ciudades que habitan tatuadores,

dibujando en su piel cúpulas malva

o plumas de avestruz. Los marineros

no llevan en el brazo

un nombre de mujer sino de calle.

 

Ciudades con un patio hexagonal

y aroma a ciruelas amarillas,

que tienen por trazado el lomo musculoso

de caballos aztecas.

 

Ciudades-languidez de hombres enjutos

fumando pipas de ámbar o ciudades

con heridos de bala

y huelga general. Lechos de juncos

donde yacen, exhaustos, los amantes.

 

Esta es tu poética, viajero.

No dudes en los cruces de caminos.

Demora tu regreso varios años.

 

 

 

 

Café de Madame Porte

 

Pasar el tiempo en los cafés del Sur

donde bulle la vida, pero nada acontece

y la hora de la siesta se prolonga

como una eternidad,

y arrastro mi cansancio más allá del periplo.

 

Más allá de llegar a media tarde

a una ciudad que muy pronto hago mí­a,

donde el amor asciende

por el vértice oscuro de la menta

y es posibilidad o tentación,

mano o frágil arteria de estornino,

los viejos veladores, las palabras no dichas.

 

 

 

 

Fez

 

Puede arrastrar el mundo

toda su crueldad y sus orugas,

carniceros que afeitan cien cabezas de vaca

en un rincón perdido de la tarde.

 

¿Cómo será ser ciego dentro del laberinto?

¿Cómo será ir tentando el dédalo de calles,

esa cal infinita que transcurre intramuros,

sin ver la luz de cobre que lacera

desde la plaza de los latoneros?

 

Esta ciudad no acaba de un modo desigual.

Amamos en un tiempo de epopeya

dentro de las murallas,

dentro de esos espacios confinados

donde la piel invoca un tiempo tácito,

ojival vuelo de estorninos

para la profecí­a.

 

 

 

 

                                                            Poemas inéditos

 

 

Islas griegas

 

I

Skiathos

 

Los caminos de olivos

que van a dar al mar.

Comer albaricoques

bajo el sol del verano.

La desnudez que no tiene importancia,

si el mar es una incógnita

y la piedra caliza forma grutas.

 

Tu cuerpo sin tatuaje,

antojo o cicatriz que lo ensombrezca.

Tu cuerpo levemente embadurnado

con arenas volcánicas.

Tu cuerpo cuando pasa, muy deprisa,

debajo de las parras.

 

 

 

 

II

Skópelos

 

Las fronteras de agua

donde hay peces minúsculos.

Una isla imposible

de dibujar, con infinitos cabos

y pinares frondosos.

Desnudo mi rencor,

dejo atrás mi pasado

al cruzar las chumberas.

Si mezclamos brazadas y palabras,

nadar es redención.

Si en cada playa hay

un rumor de chicharras,

nadar es redención.

Recolectamos piedras

cuyo verde grisáceo

anuncia el viento.

 

Una isla con una forma extraña.

 

 

 

 

III

Alonissos

 

Nado despacio sobre los erizos

y todo son incógnitas,

un tiempo fértil prolongándose

en las calas remotas,

donde una luz muy clara

inspira compasión

y en cada soliloquio

hay texturas que niegan la resina.

 

Busco en cada brazada

el lugar de los salmos.

 

 

 

 

IV

Sifnos

 

Elegimos senderos

donde crecen las matas de alcaparras,

y la luz es tan blanca

que nos torna expresivos.

En esta isla existen los ciruelos

y los caminos escarpados.

Al borde del abismo,

sigues la trayectoria del milano

y una pequeña tregua da a tu rostro

la lucidez de un campo de cebada.

 

 

 

 

V

Sérifos

 

Qué interfiere en las islas,

en qué salitre esparces

tu deseo de tierra.

Anticipas el viento

entre los tamarindos

y la herrumbre en las quillas

es señal de naufragio.

 

Entra arena en las llagas

y nombras a los cí­clopes.

Una aguja de pino

se apropia de tu miedo.

 

 

 

 

Vea también:Hugo Mujica


Noticia Biográfica


Verónica Aranda (Madrid, 1982). Es licenciada en Filologí­a Hispánica y gestora cultural. Ha realizado estudios de doctorado en la Universidad Nehru de Nueva Delhi (India).

Ha recibido los premios de poesí­a Joaquí­n Benito de Lucas, Antonio Carvajal de Poesí­a Joven, José Agustí­n Goytisolo, Arte Joven de la Comunidad de Madrid, Margarita Hierro, Fernando Quií±ones, Antonio Oliver Belmás, Miguel Hernández, y el Accésit del Adonáis 2009, entre otros. Ha publicado los poemarios: Poeta en India (Melibea, 2005), Tatuaje (Hiperión, 2005), Alfama (Centro de poesí­a José Hierro, 2009), Postal de olvido (El Gaviero, 2010), Cortes de luz (Rialp, 2010), Senda de sauces (Amargord, 2011), Café Hafa (Tres Fronteras, 2012, 2ª edición en El sastre de Apollinaire, 2015), Lluvias Continuas. Ciento un haikus (Polibea, 2014), y La mirada de Ulises (Corazón de mango, Colombia, 2015).

Ha traducido al castellano a António Ramos Rosa, Claros (Polibea, 2016) y al poeta nepalí­ Yuyutsu RD Sharma, Poemas de los Himalayas (Juan de Mairena libros, 2010. 2ª edición Nirala, Delhi, 2015). Colabora en varias revistas de creación y crí­tica literaria. Ha participado en Encuentros internacionales de poesí­a en Portugal, Marruecos, Ecuador, en el Festival de Mujeres Poetas de Cereté (Colombia) y en la Feria del libro de La Habana (Cuba)

Mantiene el blog “Poesí­a nómada”: http://veronicaaranda.blogspot.com



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