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Edición 52

El humo de la noche rodea mi casa: Henry Alexander Gómez



Restos

 

La casa de mis bisabuelos hoy no es más que barro seco,

un puñado de polvo en la hojarasca de los dí­as.

 

Un pulso primitivo nace al tocar los muros caí­dos,

la tierra,

quizás un viento antiguo que me trae el ruido de los pasos,

la lumbre serena que escribió batallas y duelos,

la queja,

                    la duda,

                    el amor,

palabras en desuso que me atan y me sueñan la vida,

como una estrella que cae y se clava directa en mi espalda.

 

No tienen la dignidad de la ruinas de Grecia

o el profundo misterio de la piedra en El Cairo,

pero la hierba y el aire,

                                            la casa,

pero un oscuro alfabeto brota de su cauce,

pero una lluvia inasible canta en los escombros,

pero hay allí­ una historia más humana que Dios.

 

 

 

 

Parábola del padre

 

Padre siempre se sumerge en las más

extrañas empresas.

En un diálogo mudo con la vida,

en una incesante errancia

por el orden prohibido de las cosas,

hizo de la derrota

                                          su sello personal,

una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.

 

Un día compró una rueca de hilar nubes.

Decía que en la plaza bien podría abrir

un negocio celeste para achispar acontistas.

Pasaba horas golpeando el pedal,

hilando el día,

ovillando la lana.

Desde allí urdió toda la orilla del cielo

                                   sin conseguir una sola moneda.

 

Otro día,

se hizo a un viejo auto

para sortear la soledad de los caminos.

Con él cruzaría las fábricas del humo,

las páginas secretas de las grandes montañas,

hasta llegar a La Habana

                                          o Nueva York.

Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,

reparando el veterano motor oxidado.

 

Raras tareas emprende mi padre,

cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,

comerció con olvidos,

amasó el pan

para el inspector de patatas fritas,

escribió cartas de despedida para amas de casa,

hasta afiló los lápices de tercos burócratas

en una corte de un país

                                 que no aparece en ningún mapa.

 

Hoy comprendo que mi padre

es un poeta a su manera,

atesora la derrota

como quien guarda

                             palabras perdidas en la billetera.

 

Sin saberlo, padre,

con cada inútil negocio,

me ordena mi noble función en el mundo:

el oficio de escribir,

                                      a cada instante,

                                                     el arte de la pérdida.

 

 

 

 

Los huesos de la bisabuela Felisa

 

Aparecieron de repente,

estaban metidos en un cajón de madera negra

y cargaban el aire roto de la noche.

 

Andaban por el camino de los años

apretados a cualquier rincón de la casa.

Prima Betty los descubrió por error,

buscando en el cuarto de trastes algún juguete perdido.

 

Susto de perros esos huesos ladrando la muerte.

Sortilegio. Oscura brujería. Asesinato en el balcón del silencio.

 

Fue abuela quién recordó que eran los huesos olvidados

de la bisabuela Felisa. Habían llegado décadas atrás

y buscaban ser un puñado de viento,

una flor soñolienta.

 

Al fondo de la caja, la extraña carta del abuelo

confirmaba la noticia y reclamaba un lugar junto a su tumba.

 

Insólitos los ríos

que cruza la piedra después que la lluvia se extingue.

Años de errar debajo de las camas,

rechinando entre sombras, auscultando la tierra,

los huesos,

la vida,

como un planeta cansado,

gritan su parte del mundo, justo ahora que exhumamos

los restos del abuelo.

 

Allí descansan,

                            los dos,

en una bóveda sin fondo,

en un osario celeste, examinando la luz.

 

El corazón se busca más allá de la carne.

 

 

 

 

Molienda

 

Abuela muele los rayos del sol,

gira la polea y machaca su maíz.

 

Una luna amarilla ríe en la sartén.

Un pequeño pedazo de aurora en la boca.

 

En su viejo molino,

abuela Ana refuta cada una de las teorías

sobre el origen de la luz.

 

 

 

 

La alberca

 

Habité por años aquel estanque perdido

en medio del patio.

Alimenté el corazón del agua, el pozo sin fondo

donde tío Jaime guardaba los peces traídos desde el río.

 

Fui náufrago sin cielo,

árbol sumergido en la mitad de la tormenta.

Buceé el torrente de hogueras submarinas

y, como Julio Verne,

vi el relámpago de la música adentro de un pez dormido.

 

Navegar era mi oficio, destejer las raíces del mar,

dibujar en cartas de navegación

las líneas turbulentas de aguas ecuatoriales.

 

Los bajeles, el sextante,

los peces bañados en el tiempo,

                                          boqueando el alba hasta perecer.

 

Mi puerto eran las manos de mi madre lavando la ropa.

 

 

 

 

Rebeca

 

En el fondo del patio,

Rebeca ha dibujado un círculo

alrededor suyo para nombrar

los elementos en su perfecta condición

y oportuno lenguaje.

 

Nos engaña,

nos miente a cada instante.

Los loros se burlan para sí del hombre quien cree

que Dios le dio la palabra

como su único y propio artilugio.

 

En realidad,

es el hombre quien repite los sonidos,

es del loro donde aprendimos

a copiar los colores del lenguaje.

Es por ello que, sin saberlo, perdimos

la capacidad de volar.

 

La risa de Rebeca enciende el día

con una señal que viene del origen.

Y así quedamos,

contenidos en medio del patio, mirando

las patas corvas

aferradas a la prehistoria

                                                      del sol,

como una antigua nota musical

suspendida en el aire.

 

 

 

 

Hay soles que caen

 

Un ángel juguetea en el ramaje del árbol.

 

Es tan grande el abismo,

y tan silencioso el techo del mundo,

que nos abraza la pesadumbre,

y bebemos aguardiente,

                                                          y lloramos,

porque no entendemos

cómo Dios juega con sus dedos de piedra

entre las hojas del álamo.

 

 

 

 

El ángel negro de la isla de Kampa

 

Nadie lo vio entrar en su casa. Era una fría noche de Praga, era un poema tirado en la alacena.

 

Al principio, con el orgullo herido y las polillas sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche colgando de su espalda.

 

Decidió el encierro porque los hombres sencillos mueren solos.

 

Con la pupila altamente dilatada, Vladimír Holan, entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La piedra oscura había regresado cargada de frutos.

 

En aquella casa había tanto ruido, tanta miga de pan en las esquinas.

 

Se dice que la luz de la ventana duraba encendida toda la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el diálogo del mundo.

 

La claridad no se hacía esperar. Nadie y todo había en él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando con las ruinas del espejo, la muerte escondida en las catedrales.

 

Pero los años no pasan en vano. En la pesada puerta crecía un caballo atado con alambres.

 

En el instante en que la voz del ángel deshizo los colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios colmó de cicatrices las estancias, pronunció estas palabras:

 

“Kateȓina ha muerto. Hoy no ha venido nadie a preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.”

 

 

 

 

Robert Johnson

 

Alguien dijo que fue un tañido grave, producido por el aleteo de una polilla moribunda, lo que incendió su amor por la música e impulsó su fuga de gato herrumbroso.

 

Acompañado sólo por su guitarra, sobre los caminos dos veces nocturnos, le arrebató su suerte a todo aquello que se desprecia.

 

Recorrió tabernas y pueblos, suburbios y ciudades.

 

Los negros se aterraban con el combate de sus bajos y su guitarra mordida por una nube de sombra.

 

Se tatuó en la piel su propia leyenda —el tiempo no podía malgastarse—. Debía quebrarse las botellas directo en la garganta, seducir escorpiones, copular con pañuelos blancos, para después desaparecer en el aire.

 

A setenta y ocho revoluciones por minuto concibió todo lo que debía decirse: veintinueve canciones y dos ligeras fo- tografías donde vemos a un bluesman tostado por los rudos soles del Delta.

 

La leyenda agrega siempre que, a sus veintisiete años, mientras bebía la depresión de un vaso de whisky en el fondo de un bar, lo irrumpió un hombre que portaba una máscara del color de la noche; vestía un extraño levitón y parecía llevar a cuestas un alud de árboles deformes.

 

Johnson, con un ligero movimiento de manos, le dijo: “Hola Satán. Sí, lo sé. Es de nuevo la hora de marcharnos.”

 

 

 

 

Adentro

 

En la quietud de la piedra

respira todo el movimiento

del universo.

 

Como el árbol

dentro del hacha

y la vida

mucho más adentro.

 

Como la ruina

que comprende la nostalgia,

 

o todo hombre

que se busca

entre los pliegues

de un dios dormido.

 

Cuando el frío

se acumula

en el revés de la piel,

 

cuando ver

se convierte en desesperanza.

 

 

 

 

Horizonte

 

Un relámpago

                   llama al asombro.

 

Se cierra el sonido

                   y algo

                   se abre adentro de nosotros.

 

Entre la luz y la resonancia

                   un suspiro, un nacimiento, un dolor,

 

                   la vida.

 

 

 

 

En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas

 

Eran las mañanas y las tardes. Solía acompañar a mi abuela Ana

a llevar y traer las vacas, del establo al potrero y del potrero al establo.

 

Íbamos por la mitad del pueblo arreando las vacas

que eran como dedos gordos de Dios.

 

Yo y mis cinco años y la rama de un árbol haciendo de fusta.

 

El sol trepaba por las manchas azules de las vacas y en su paso torpe

un aliento desconocido empozaba la sílaba del sueño.

 

Las piedras, las crestas de los árboles, un puñado de maderos y sus cercas.

 

Verlas pastar era echar boca adentro toda la paciencia del aire,

como hundir una luna en un enredo de hierba.

 

Y en los ojos de las vacas un vacío de luz, un misterio lerdo que latía en cenizas

sobre el corazón lento del día.

 

Mis cinco años, mi abuela Ana y las moscas abriendo huecos

en las primeras sombras de la tarde.

 

Entonces la vaca Golondrina se fue de bruces al río.

El hechizo del agua le llegó como una soga que halaba su carne

en una cadencia sin tiempo.

Era de ver su júbilo corriendo entre las formas del torrente. Mugía y su voz era un tambor que trenzaba mi garganta.

Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del mundo.

 

Corría la vaca por el río y mi abuela la seguía desde la orilla,

entre los pastos largos y mojados,

llamando desesperadamente su bovino. Cuidado de no ahogarse la vaca loca.

 

Mis cinco años arreando el sueño de loco de mi abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas.

 

Hará tiempo de aquello. El río arrastrando esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales, llevándose consigo mis cinco años y las alas invisibles de la vaca Golondrina,

en una ceremonia de bocas abiertas a los muslos de la nada. Navegaba ahora

hechizado el ocaso en una brisa de peces muertos.

 

Dicen que las vacas

se parecen a los sueños de los hombres tristes, no dejan de rumiar su soledad

en cualquier balcón desvencijado de la vida. En el mañana

o en el ayer, es floración la noche cerrada.

 

A la orilla, sobre la piedra molida, boquea todavía la vaca Golondrina

 

tragando tajos de luz. Muge mientras puede.


Noticia Biográfica


Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magíster en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura Ojo en la tinta. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Primer Premio en el Concurso Nacional Universitario de Poesía Universidad Externado de Colombia (2013), con el poemario Cartografía de la luz, los jurados: Víctor López Rache, Juan Carlos Bayona y Milciades Arévalo, destacaron la unidad del libro, la solidez en la forma, la cohesión póetica, el tono sereno y personal. 

Henry Alexander ha publicado los libros Memorial del árbol (2013), premiado en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita, Diabolus in música (2014) Premio Nacional de Poesía Ciro Mendieta y la antología Teoría de la gravedad (2014), publicado en Quito, Ecuador. Sus poemas aparecen en diferentes antologías y revistas de Colombia y el exterior. Hace parte del cómite editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raiz Invertida (www.laraizinvertida.com) y es docente del Pregrado de Creación Literaria de la Universidad Central.



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