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Edición 43

Y el arroyuelo azul en la cabeza: Eduardo Carranza



Soneto insistente

                                                            A Álvaro Bonilla Aragón

 

La cabeza hermosísima caía

del lado de los sueños; el verano

era un jazmín sin bordes y en su mano

como un pañuelo azul flotaba el día.

 

Y su boca de súbito caía

del lado de los besos; el verano

la tenía en la palma de la mano,

hecha de amor. Oh, qué melancolía.

 

A orillas de este amor cruzaba un río;

sobre este amor una palmera era:

agua del tiempo y cielo de poesía.

 

Y el río se llevó todo lo mío:

la mano y el verano y mi palmera

de poesía. Oh, qué melancolía.

 

 

 

 

La patria es como una carta…

                                                            A Álvaro Gómez

 

                                                            Una carta que fuera toda firma

                                                            Luis Rosales

 

La patria es como una larga carta

que fuera toda firma: olas de firmas,

años, siglos de firmas como sueños,

como recuerdos firmas ya borrosas,

generaciones anchas como olas,

generaciones y generaciones

de firmas como hileras sucesivas

de palmas, de canciones y desvelos

de mástiles, de torres y de niños

escritos en el aire, de vigilias,

de amores y trabajos y esperanzas…

…A veces nubes, islas suspensivas

o puntos suspensivos de rocío

o de silencio entre uno y otro ensueño…

Un río, a veces, como lenta rúbrica,

el rasgo súbito de una cascada

o de un vuelo de garzas la escritura

lenta como un cantar para dormirse…

Firmas color de tierra cotidiana,

como día tras día, firmas, firmas

que van narrando el sueño de mi patria

como latido por latido narra

la vida, nuestra vida, el corazón.

 

Firmas de sangre, firmas transparentes

con la punta del alma escritas, firmas

negras, rojas, azules o doradas.

Caminos de montaña o de llanura

como renglones ondulantes guían

la mano del que firma redactando

la patria que es como una larga carta

que cuenta cosas como melodías

que nos llenan de lágrimas los ojos…

 

Firmas en la pizarra de los niños

y en la página azul de las doncellas

y en el papel absorto de los jóvenes

y en los surcos renglones del labriego

y en la aguja y la hebra del remiendo

donde deja sus ojos la pobreza.

Y, a veces, una espada como firma.

La rúbrica instantánea de un relámpago.

O la soga llanera como firma.

O una mariposa repentina.

O un súbito pescado plateado.

Y cruces, crucecitas por millares,

de los que no sabían escribir.

 

Firmas al pie de los editoriales,

de los versos, las cuentas del mercado,

de las proclamas y los memoriales,

los himnos y las cartas de las madres,

las oraciones, los secretos diarios

en donde las violetas son los puntos…

La breve firma de mi padre: dura

treinta y tres años solamente; luego

Mercedes: es la firma de mi madre:

(Se añade el cielo azul a esta palabra).

(Después palpitan estos nombres: Rosa,

María Mercedes y Ramiro y Juan).

Y páginas y páginas desiertas:

por hacer y poblar como el mañana…

 

Hoy es veinte de julio. Hacia las seis

cuando la tarde caiga lenta y vaga

igual que la mirada del que sueña,

me sentaré a la puerta de mi alma

a leer una carta, a leer Colombia:

que es una larga, temblorosa carta

que fuera toda firma. Olas de firmas.

Y voy a terminar. Estoy cansado.

Estoy triste de patria y poesía.

Y aquí pongo sencillamente: Eduardo,

como en las redacciones de la escuela.

 

 

 

 

Tema de fuego y mar

 

Solo el fuego y el mar pueden mirarse

sin fin. Ni aun el cielo con sus nubes.

Solo tu rostro, solo el mar y el fuego.

Las llamas, y las olas, y tus ojos.

 

Serás de fuego y mar, ojos oscuros.

De ola y llama serás, negros cabellos.

Sabrás el desenlace de la hoguera.

Y sabrás el secreto de la espuma.

 

Coronada de azul como la ola.

Aguda y sideral como la llama.

solo tu rostro interminablemente.

Como el fuego y el mar. Como la muerte.

 

 

 

 

Tema de mujer y manzana

                                                            A Nicanor Parra

 

Una mujer mordía una manzana.

Volaba el tiempo sobre los tejados.

La primavera, con sus largas piernas,

huía riendo como una muchacha.

Una mujer mordía una manzana.

Bajo sus pies nacía el agua pura.

Un sol, secreto sol, la maduraba

con su fuego alumbrándola por dentro.

En sus cabellos comenzaba el aire.

Verde y rosa la tierra era en su mano.

La primavera alzaba su bandera

de irrefutable azul contra la muerte.

Una mujer mordía una manzana.

Subiendo, azul, una vehemente savia

entreabría su mano y circulaban

por su cuerpo los peces y las flores.

Gimiendo desde lejos la buscaba

–bajo el testuz de azahares coronado–

el viento como un toro transparente.

La llama blanca de un jazmín ardía.

Y el mar, la mar del sur, la mar brillaba

igual que el rostro de la enamorada.

Una mujer mordía una manzana.

Las estrellas de Homero la miraban.

Volaba el tiempo sobre los tejados.

Huía un tropel de bestias azuladas.

Desde el principio, y por siempre jamás,

una mujer mordía una manzana.

Mi corazón sentía oscuramente

que algo suyo brillaba en esos dientes.

Mi corazón, que ha sido y será tierra.

 

 

 

 

El desdichado

 

No tenemos sino este planeta

hermoso y triste.

No tenemos sino esta única vida

hermosa y triste.

No tenemos sino este corazón

que recorre un fantasma a veces transparente,

otras veces siniestro. Y esta punzada de la música.

Y este sorbo de vino soñador.

No tenemos sino este pan terrestre,

infernal o celeste de amar y de esperar

o morir…

Yo no tenía sino una campana

que llama y llama ahora para nadie

y la llave que abría aquella hermosa puerta

que ya no existe.

No tenemos sino eso: es decir nada.

Mejor dicho: no tengo nada. Y punto.

 

Si tocas las palabras anteriores

te quedará la mano ensangrentada.

 

 

 

 

Epístola mortal

                                                            In memoriam Leopoldo Panero

 

                                                            … y no hallé cosa en qué poner los ojos

                                                            que no fuese el recuerdo de la muerte.

                                                            Quevedo

 

Miro un retrato: todos están muertos:

poetas que adoró mi adolescencia.

Ojeo un álbum familiar y pasan

trajes y sombras y perfumes muertos.

(Desangrados de azul yacen mis sueños).

El amigo y la novia ya no existen:

la mano de Tomás Vargas Osorio

que narraba este mundo, el otro mundo…

la sonrisa de la Prima Morena

que era como una flor que no termina

desvanecida en alma y en aroma…

 

Cae el Diluvio Universal del tiempo.

Como una torre se derrumba todo.

… “Las torres que desprecio al aire fueron”…

Voy andando entre ruinas y epitafios

por una larga Vía de Cipreses

que sombrean suspiros y sepulcros.

Aquí yace mi alma de veinte años

con su rosa de fuego entre los dedos.

Aquí están los escombros de un ensueño.

Aquí yace una tarde conocida.

Y una rosa cortada en una mano

y una mano cortada en una rosa.

Y una cruz de violetas me señala

la tumba de una noche delirante…

 

Hojeo el “Cromos” de los años treinta:

lánguidas señoritas cuyos pechos

salían del “Cantar de los Cantares”,

caballeros que salen del fox-trot,

sonreídos, gardenia en el ojal,

(y tú, patinadora, ¿a quién sonríes?)

Y esos rostros morenos o dorados

que amó un niño precoz perdidamente.

Amigos, mis amigas, mis amigos,

compañeros de viaje y no-me-olvides:

Teresa, Alicia, Margarita, Laura,

Rosario, Luz, María, Inés, Elvira…

con sus pálidas caras asomadas

en las ventanas desaparecidas…

 

Panero, Souvirón y Carlos Lara,

Pablo Neruda y Jorge Zalamea,

Jorge Gaitán y Cote y Julio Borda,

Mario Paredes, Mallarino, Alzate,

Silvio Villegas, Dionisio Ridruejo…

frente a sus copas de vino invisible

en sus asientos desaparecidos:

están aquí, no están, pero sí están:

(¡Oh margarita gris de los sepulcros!)…

…“Solo que el tiempo lo ha borrado todo

como una blanca tempestad de arena”.

 

El que primero atravesó el océano

volando solo, solo con su Arcángel,

y aquel en cuya frente ardía ya

el incendio maldito de Hiroshima,

los guerreros que al aire alzan el brazo

y la palabra libre como un águila

y aviones y estandartes y legiones

pasan cantando, pasan, ya van muertos:

adelante la muerte va a caballo,

en un caballo muerto.

La tierra es un redondo cementerio

y es el cielo una losa funeral.

 

El Nuncio, El Arzobispo, El Santo Padre

hacia su muerte caminando van:

nadie les grita: ¡detened el paso!

que ya estáis en la orilla: el precipicio

que cae sobre el Reino del Espanto

y en cada paso vais hacia el ayer

y de un momento a otro cae el cielo

hecho trizas sobre vuestras Altezas…

Somos arrendatarios de la muerte.

(A nuestra espalda, sigilosamente

cuando estamos dormidos,

sin avisarnos se urden muchas cosas

como incendios, naufragios y batallas

y terremotos de iracundo puño…

que de repente borran de este mundo

el rostro del ahora y del ayer,

llámase amor o sangre y ojos negros…

Y nadie nos había dicho nada.

Alguien sabe el revés de los tapices,

digo, de vuestra vida,

y es el otro, el fantasma quien lo teje…)

 

Las niñas de Primera Comunión

de cuyas manos vuela una paloma,

las blancas novias que arden en su hoguera,

días y bailes, reyes destronados

y coronas caídas en el polvo,

la manzana y el cámbulo, el turpial,

el tigre, la venada, los pescados,

el rocío, mi sombra, estas palabras:

¡todo murió mañana! ya está muerto.

El polvo es nuestra cara verdadera.

Los Presidentes y los Generales

asomados al sueño del Poder

sobre un río de espadas y banderas

llevadas por las manos de los muertos,

el agua, el fuego, el viento, la sortija,

los ojos que ofrecían el infinito

y eran dueños de nada,

los cabellos, las manos que soñaban…

¡“fueron sino rocío de los prados”!

La Dama Azul, las flores, las guitarras,

el vino loco, la rosa secreta,

el dinero como un perro amarillo,

la gloria en su corcel desenfrenado

y la sonrisa que ya es ceniza,

el actor y las Reinas de Belleza

con su cetro de polvo, el bachiller,

el cura y el doctor recién graduados

que sueñan con la mano en la mejilla:

muertos están, si que también las lágrimas:

Todo fue como un vino derramado

en la porosa tierra del olvido.

 

Tanto amor, tanto anhelo, tanto fuego:

dime, oh Dios mío, ¿en cuál mar van a dar?

“¿Los yunques y troqueles de mi alma

trabajan para el polvo y para el viento?”.

 

Por el mar, por el aire, por el Llano,

por el día, en la noche, a toda hora,

vienen vivos y muertos, todos muertos

y desembocan en el corazón

donde un instante salen a las flores,

los labios delirantes y las nubes

y siguen tiempo abajo, sangre abajo:

¡somos antepasados de otros muertos!

Todo cae, se esfuma, se despide

y yo mismo me estoy diciendo adiós

y me vuelo a mirar, me dejo solo,

abandonado en este cementerio.

Allá mi corazón está enterrado

como una hazaña luminosa y pura.

 

Miro en torno, los ojos entornados:

todos estamos contra el paredón:

solo esperamos el tiro de gracia:

todos estamos muertos, muertos, muertos:

los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana…

sembrados ya de trigo o de palmeras,

de rosales o simplemente yerba:

nadie nos llora, nadie nos recuerda.

 

Sobre este poema vuela un cuervo.

Y lo escribe una mano de ceniza.

 

 

 

 

Cantiga de amigo

 

El venado

 

Tú me contabas, Madre,

que el venado

mira con grandes ojos asombrados

llenos de lágrimas

la mano que lo mata:

el venado,

Madre, en el Llano:

yo en mi amor.

 

 

 

 

Hai-kai

 

Quédate así, quieta un instante:

para no espantar

la poesía que llevas

como un nimbo de pájaros.

 

 

 

 

El otro

 

Se desprendía la tarde de la tierra.

Me despedí de mí. Me dí la mano.

Me quedé en la ventana mirándome partir.

Volví a mirar de pronto:

estaba en la ventana

abierta hacia el Poniente

en donde ya no estás.

Me fui. Me dejé solo en la ventana.

Y suspiré por mí: solo. Perdido. Lejos.

Y seguí andando sin saber-a-dónde.

Y no volví de nuevo la cabeza

pues no está bien que así no más un hombre

se eche a llorar.

Me fui pensando que quedaba solo

en la ventana: triste,

sin mí, sin ti, sin nadie.

Abandonando.

 

                  Ya para siempre estoy lejos de mí.

 

 

 

 

El poeta pregunta por su vida

                                                            a Ernesto Martínez Capella

 

                                                            ¡Ah de la vida!, ¿nadie me responde?

                                                            Francisco Quevedo

 

Eduardo, Eduardo: ¿qué haces

mirando correr el río,

dando palabras al viento?

Y, ¿qué has hecho de tu vida

mirando pasar las nubes

y los fantasmas azules

que creíste estaban fuera

y eran tu corazón?

(Tú creías que vivías

y creías que tenías

el Azul, en pie, a tu lado,

y creías que creías

y solo segismundeabas).

 

                   (“Este era un Rey”… no era nada…)

 

Ya se te acaban el aire

y la luz que te asignaron

y no puedes suspender

el respirar ni el mirar

por tu vida prolongar.

¡Y tú mirando las nubes

y tú hablando con el viento

y tú soñando ese río!

 

Eduardo, ya no podrás

volver a tomar el tren

ni el día ni el sueño aquel.

Temo, Eduardo, que te irás

sin saber a qué viniste.

Y ya se te nota el nimbo

del viajero.

Y ya en la puerta del polvo

estás.

 

 

 

Vea también: Mauricio Guzmán: Partículas (Antología)


Noticia Biográfica


Eduardo Carranza (Apiay, Meta, 23 de julio 1913 – Bogotá, 13 de febrero 1985). Se educó como maestro en la Escuela Normal Central de Institutores de Bogotá, fue profesor de literatura en colegios y universidades; profesor de literatura hispánica y colombiana en las Universidades de Chile, Central de Madrid y de Salamanca. Entre 1945 y 1941 fue agregado cultural de la Embajada de Colombia en Chile y en 1951 y 1958 en España. En 1952 presidió el primer Congreso de Poesía, en Segovia, en compañía de Carlos Riba y Vicente Aleixandre. En 1953 volvió a presidir este congreso, esta vez en Salamanca y en compañía de Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Giuseppe Ungaretti.

Director de revistas y periódicos, miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, columnista de prensa, traductor, agregado cultural, diplomático y precursor del movimiento poético Piedra y Cielo, que impulsó una nueva y novedosa sensibilidad en la poesía colombiana. Promovió varias publicaciones culturales de universidades. Entre 1948 y 1951 dirigió la Biblioteca Nacional y en 1963 presidió la Biblioteca Distrital de Bogotá. Su poesía muestra cuatro temas fundamentales: la infancia, la patria, la muerte, el amor y su tierra. En 1984 el presidente Belisario Betancur lo nombró embajador itinerante en los países de habla española; y ese mismo año Carranza clausuró, con Léopold Sédar Senghor y Jorge Luis Borges, el VII Congreso Mundial de Poesía, en Marruecos. De su obra sobresalen: Canciones para iniciar una fiesta (1936), Seis elegías y un himno (1939), Ellas, los días y las nubes (1941), Amor (1948), Azul de ti (1952), El olvidado y Alhambra (1957), Los pasos cantados (1973), Hablar soñando y otras alucinaciones (1974), Epístola mortal y otras soledades (1975), entre otros.



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