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Edición 41

El canto de las moscas: Colombia en la elegía. Por Albeiro Montoya



El canto de las moscas: (versión de los acontecimientos).

 

María Mercedes Carranza.

 

Santafé de Bogotá, Arango Editores. 1998.

 

Me propuse escribir una serie de cuatro textos sobre poetas colombianas para Otro páramo, una revista que amo porque por sus altas riberas corre el agua de la infancia, porque en sus páginas miela y pervive el colibrí, y es un yacimiento tranquilo que sosiega nuestros días. Y me temo que tardé demasiado en elaborar esta última entrega pues el propósito de explorar tierras poco transitadas en búsqueda de poetas precursoras de nuestras letras, defensoras de la vida, resultó, si no imposible, sí una expedición hacia cumbres pedregosas sin el equipamiento necesario. Además, en todo este tiempo he estado tratando de encontrar, al menos para el espíritu que tal vez me habita, la razón de ser de la poesía en los tiempos que corren. La esperanza del fin de la vergonzosa guerra civil más larga de la historia abrasó a Colombia durante muy pocos años. Sentimos la tibieza, luego el ardor hasta que el fuego mortuorio de los opositores de la paz nos consumió.

 

Y es entonces cuando uno siente que ese octubre era otro. No era un mes que nos trajera un caballo blanco; nos traía la necesidad de unirnos pero no precisamente en la palabra. De alzarnos pero no en almas, porque al parecer la poesía se quedaba corta para combatir el odio, para todo. Unía las manos de un puñado de hombres y mujeres en el país para trabajar o unía sus bocas indignadas en el amor, pero no bastaba, no basta. Todo se queda corto. ¿Cuál es la razón de ser del arte en un país que le invierte desbocadamente a la desinformación, cuál es la razón de ser de quienes trabajan en pequeñas bibliotecas con nombres de mártires, enseñándole a los niños a empuñar un crayón, un lápiz, si estos crecen y pintan de rojo las calles con un revólver?

 

Por tal motivo, cuando uno compara los tiempos en que discurrió María Mercedes Carranza, con los nuestros, y la recuerda en ese grisáceo 2003 despedirse con un poema donde instaba a tomar el suicidio como la única decisión política respetable, como la única decisión que uno puede verdaderamente tomar en Colombia, y luego lanzarse al vacío, entiende que cada vez más el tiempo le da la razón a la poeta. Entiende que cuando uno se dedica a la piromanía de la cultura, no son las sensibilidades de quienes tocamos las que se incendian, sino uno mismo, colgado de un árbol seco en el patio de la noche.

 

Y entiende, del mismo modo, que si hay un libro que ataque a la barbarie con su brevedad en nuestro país, se trata de El canto de las moscas. Allí las palabras pintan, y en su color se mezcla el sonido mustio de las pequeñas alas de la descomposición, el olor de las fosas comunes, el humo de los cilindros después de un ataque de la brutalidad. Un libro compuesto por pequeños cuadros de pueblos donde ocurrieron masacres a lo largo de esta república de palomas. Un recorrido por la elegía; un álbum de las muertes más injustas del momento, retratos de los caídos que llevamos los colombianos aún en el pecho.

 

El sufrimiento de la poeta iba a empezar del siguiente modo, aunque en el libro no lo iba a plasmar cronológicamente: el 18 de agosto de 1989 el país iba a quedar aturdido por las balas que mataban a Luis Carlos Galán. Los radios transmitían la noticia con pesadumbre, y los seguidores del precandidato lo lloraban interminablemente, como si atendieran al desagradable axioma borgeano sobre Colombia: por un acto de fe, pues nada aseguraba que él pudiera quedarse, de ganar la consulta del Nuevo Liberalismo, con la presidencia, pero como a Jorge Eliécer Gaitán, por la fuerza de su palabra y por su insobornable cuestionamiento incesante a la podredumbre social, lo veían como la más fuerte promesa de recomponer al país. La poeta había apoyado la campaña del político caído, de su amigo. Y así registra su desesperanza en el último canto del libro, que está incluso dedicado a Luis Carlos: siempre, y que lleva el nombre del municipio en cuya plaza lo arrebataran del mundo:

 

 

Canto 18: Soacha

 

Un pájaro

 negro husmea

las sobras de

la vida.

 

Puede ser Dios

                 o el asesino:

da lo mismo ya.

 

Siguiendo este hilo, a pocos meses de que cesaran las funciones de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, donde María Mercedes Carranza participaba, el poeta y periodista Julio Daniel Chaparro Hurtado arribaría a Segovia, Antioquia, con el fotógrafo Jorge Enrique Torres, a quien había convencido de que lo acompañara a último minuto para hacer una crónica del impacto de la violencia que pensaba publicar en El Espectador dentro de una serie sobre los pueblos más amedrantados. Aquel miércoles 24 de abril, cuando iban a ser las siete de la noche, los asesinaron en la calle de La Reina de ese municipio. En su libro Y éramos como soles, publicado en 1986, Chaparro Hurtado había sido implacable con su destino: Si una noche cualquiera me encuentran muerto en una calle/ y ven mi boca repleta de insectos rabiosos/ trabajando en mi lengua,/ no me sufran:/ habrá sucedido que caí antes de escuchar el balbuceo de mi hijo/ hecho una lluvia de madres desnudas sobre mi corazón… La vida, (¿o la muerte?) se burló del poeta, y Carranza lo siente y deja constancia de esta coincidencia fatal en su versión de los acontecimientos, como subtitularía al libro:

 

 

Canto 5: Segovia

 

    Los versos

de Julio Daniel

              son la risa

              del Gato de Cheshire

              en el aire de Segovia.

 

 

Hasta morir, la poeta bogotana lideró una campaña por la paz de Colombia, con la premisa central de lograr la liberación de los secuestrados, ello porque su hermano, Ramiro Carranza, había sido raptado por las FARC en el año 2001. Cuatro años después la familia recibiría la confirmación oficial de su muerte en cautiverio, pero se resistiría a creerlo hasta cuando, ya en el 2008, su propio carcelero aseverara que habría muerto, “enfermo del alma”, en abril del mismo año en que su hermana frenara su resquebrajado corazón.

 

Quien fuera la directora de la Casa de Poesía Silva decidiría morir como el poeta que un siglo antes se habría disparado en ese recinto en una madrugada silenciosa, abatida por su dolor personal, por su dolor de país, como puede verse en su libro desde el título hasta el punto final. Los dieciocho poemas parecieran tener el nombre de un pueblo pero tienen el nombre de una masacre. La tierra, como el ser humano, adopta el nombre de su devastación. Sin embargo, Mapiripán, Caldono, Ituango… tuvieron la oportunidad de ser un poema. En cada uno se ve la muerte desde la mirada de la niña que se resiste a dejar de creer en el ser humano –la niña María Mercedes que residía en el pecho de la dama con tacones también un día iba a cerrar los ojos para siempre como los miles y miles de personas que cayeron en esas tierras que cantó–, cada uno refracta, frágil prisma, uno de los peores fragmentos de la historia colombiana con la dignidad que solo podría darle la poesía.

 

Hacen falta poetas como María Mercedes Carranza. Nos urgen en Colombia poetas que no se dejen manipular por los sistemas editoriales ni políticos, ni mucho menos por su propio sistema ni el sistema natural de la escritura. Necesitamos poetas que reinventen la historia, porque, de lo contrario, vamos a asistir a un suicidio mental colectivo. No solo eso, necesitamos un hombre o una mujer por cada familia en Colombia que adquiera el arte sencillo de matar la esperanza.  Hay que demoler la esperanza para edificar lo tangible: el futuro es apenas un espectáculo de nubes que cambian de forma constantemente y sin ritmo alguno, el ayer es un cerco de fuego devorante; y el presente es el antro donde hierven como gusanos de la muerte los cobardes.

 

Podemos seguir muriéndonos de rencor, se puede aprobar la tristeza en la mirada como un símbolo de la discriminación. Los medios de comunicación se pueden ahogar en especulaciones, los enemigos de la paz cabestreados por su innombrable y despreciable arriero pueden seguir moviendo los hilos desde su retablo oscuro, dándonos a comer de nuestras propias excrecencias. Podemos recurrir al canibalismo para que no digan que morimos de hambre sino de antropofagia desesperada, pero tiene que dejar de ser la indiferencia,  de una vez por todas, la brújula que guíe a Colombia. Los colombianos no podemos seguir siendo indiferentes al canto de las moscas.

 

                 Mañana

será tierra y olvido.

 

Vea también: Cuatro poetas colombianas: Emilia Ayarza.


Noticia Biográfica


Albeiro Montoya Guiral nació en Santa Rosa de Cabal en 1986. Es autor del libro de poemas Una vida en una noche, Monterrey, El Canto del Libro Ediciones (2015). Sus versos aparecen en la muestra de poesí­a colombo-peruana En tierras del cóndor, Bogotá, Taller de Edición Rocca (2014), y otros textos suyos en revistas electrónicas de Chile y Argentina. 



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